Sembrador de belleza

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Pocos actos tan impresionantes me ha tocado presenciar en la vida como el funeral del fundador y guía por 50 años del Conservatorio de Castella, Arnoldo Herrera, el pasado miércoles.

Fue a su querido San Antonio de Belén al que le correspondió albergar a cientos de niños, jóvenes y adultos, que se unieron en una sola voz y en un solo pensamiento para dar el último adiós al maestro que les inculcó la mayor de todas las enseñanzas: ser mejores seres humanos.

Sublime fue escuchar a sus exalumnos y discípulos de los últimos días, con la lágrima orgullosa rodando por la mejilla, expresar su dolor a través del violín y el trombón, del acorde cristalino del coro de muchachos y muchachas del Castella, bajo la batuta diestra y firme de su hijo Sergio.

Sublime fue el canto del Ave María, interpretado por seis artistas forjados en las aulas de ese centro de creación que don Arnoldo moldeó con sus propias manos.

Sublime fue la comunión silenciosa de jóvenes de ojos enrojecidos, de claveles blancos en las manos y lazos rojos en el pecho.

Sublime fue la reacción de rechazo de los estudiantes, espontánea y unánime, a una velada pretensión gubernamental que pondría en peligro la razón de ser del Conservatorio.

Sublime fue la palabra honda y serena de su hijo Mauricio, quien rememoró a su padre, a su maestro, con recuerdos de su niñez y de su época escolar, con recuerdos así: "... don Arnoldo procuraba para cada quien el pan según el tamaño del hambre, el zapato de acuerdo con el tamaño del pie..."

Alguien que sembró sensibilidad, que permeó espíritus, que orientó destrezas, que trazó un surco de luminosidad artística, que repartió verdad, justicia, paz y belleza, no podía ser despedido de otra manera.