Qué es el populismo

Lo primero que debe tomarse en cuenta es que no se trata de un fenómeno exclusivo de la política

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Gloria Álvarez es una presentadora guatemalteca que promociona videos de crítica política en la web. En ellos, expone su visión del populismo, que para ella es un fenómeno exclusivo de la izquierda estatista, pero se equivoca.

El populismo es mucho más que la enfermedad de un único credo político, pues, como sutil herramienta estratégica, es indiferente a la ideología de quien la utilice.

Es una trama cuyo objetivo es tomar el poder por vías engañosas. Es una sociopatía política ideológicamente neutra cuyos protagonistas son personajes de cualquier espectro del mosaico doctrinario.

La semilla que da origen al populismo es el ego. Al provenir de una vocación narcisista, o de una propensión vanidosa, las intenciones que motivan al caudillo populista nunca son genuinas.

La inspiración auténtica del líder no proviene del ego, sino del ideal, y, por tanto, del espíritu. El idealista confronta la adversidad en virtud de las visiones anticipadas que tiene acerca de alguna mayor perfección con la que sueña.

No se trata de un fenómeno exclusivo de la política. La historia registra idealistas en cada área del quehacer humano; por ejemplo, la santidad es un tipo de idealismo de la moral espiritual. El ególatra es su antítesis.

A este último no lo inspira la convicción de una posible perfección venidera, sino una enfermiza ansiedad de protagonismo y poder. Por antonomasia, es un sociópata disfrazado de prohombre.

Poder a toda costa

El segundo elemento es que el populismo es esencialmente una maquinación. Como se estila decir en derecho criminal, el populista actúa con alevosía, premeditación y ventaja. Por eso, antes de asaltar el poder, siempre urdirá un plan conspirativo.

Hitler, el ególatra prototípico, subrepticiamente mandó a quemar el Reichstag y culpó del incendio a la oposición política, ordenó ejecuciones sumarias de inocentes e inmediatamente proscribió toda disensión.

Otra triste ilustración es el asalto al Palacio de Miraflores en 1992. Los cronistas Alberto Barrera y Cristina Marcano, biógrafos de Hugo Chávez, cuentan cómo él, astutamente, delegó en dos capitanes el ataque frontal a la sede gubernamental.

Si bien Chávez azuzó al grupo de rebeldes que intentaron la asonada, cobarde y convenientemente se ubicó en una posición segura para garantizarse no estar entre los que serían carne de cañón.

Aunque era obvio que la intentona no tendría éxito, la obra teatral le sirvió para erigirse como héroe ante Venezuela. Siete años después conquistó la victoria electoral.

Esta conducta es usual en el sociópata que con desesperación busca el poder. Para alcanzarlo a cualquier precio, es un actor que se asegura el papel estelar en la trama que monta.

Demagogia

Como en el populista todo es montaje, parte de la taumaturgia son las arengas cargadas de grosera manipulación y furibundo maniqueísmo. Al populista le es imposible conquistar el voto del ciudadano culto e informado.

Se ve obligado a dirigir sus invectivas hacia las almas simples y resentidas. Así, el sociópata nunca proclama lo que el ciudadano debe escuchar, sino que enardece lo que las pasiones codician oír.

Sus diatribas son quimeras para mentes ilusas, su objetivo no es construir cultura, ni engrandecer la civilización de las sociedades a las que aspira dirigir, sino tomar el poder a cualquier precio. Y conservarlo.

Aristóteles fue el primer pensador en analizar el fenómeno y definió la patología populista bajo el concepto demagogia, y llamó demagogo a lo que hoy denominamos populista.

Lo caracterizó como aquel que incita las bajas pasiones de los ciudadanos —prejuicios, temores y anhelos— para dirigirlos hacia sus propios objetivos políticos, los cuales siempre derivan en autoritarismo y quiebra de las instituciones republicanas.

En esencia, la demagogia es una manifestación decadente de la democracia. Su arma es la verborrea autoritaria y las distintas formas de falacia. Y aunque las estrategias son diversas, usualmente apelan a un patrón habitual dentro de su discurso.

Características

La retórica populista cambia sus posiciones con facilidad y en razón exclusiva de objetivos inmediatos. No me refiero a la reversión reflexiva de criterio, a la que todo estadista sensato puede recurrir.

Me refiero a la actitud cínica que tiene el objetivo de acomodarse a los vaivenes del capricho popular. Al mejor estilo del comediante Groucho Marx: estos son mis principios, pero si no les gustan, tengo estos otros.

La sistematización en el poder de un discurso implacable y altamente ofensivo contra todo aquello que estorbe su camino es una diatriba que azuza las disensiones y disconformidades que yacen en el subsuelo psíquico de los sectores marginales, por ejemplo, el nazismo explotó la fórmula a costa de las minorías étnicas.

Como posee vocación autoritaria, la retórica populista recurre al ataque y desprestigio de las instituciones democráticas. Si estas entran en crisis, como aquí, lejos de promover un discurso responsable de reforma y corrección, el demagogo incita invectivas contra los poderes que resguardan los equilibrios sociales.

Requiere romper la armonía cívica, pues es un oportunista que pesca en río revuelto.

La soflama de la sociopatía demagógica siempre es grandilocuente. Como el populista finge ser un mesías, necesita transmitir un futuro refundacional.

En sus peroratas, usa conceptos como “reconstrucción nacional”, “revolución”, “nueva constitución”, “refundación del país” y todo género de altisonancias de esa ralea.

Son señuelos para simular ser el redentor que viene a revertir la decadencia. Un caso reciente es el de Nicolás Maduro, cuya estrategia para desarticular la resistencia popular consistió en un sermón que condujo a la famélica ciudadanía venezolana a creer que para llevar el edén a su país, en un santiamén, bastaba con cambiar el texto de la Constitución.

fzamora@abogados.or.cr

El autor es abogado constitucionalista.