Que Dios lo acompañe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Los gestos de buena voluntad son un chispazo refrescante que aparecen cuando menos se les espera y provenientes de quien menos uno imagina.

Muchas veces en mi vida, he sido beneficiario directo de algún acto de cortesía, de una sonrisa amable o de una mano que me ofrece ayuda.

En cuestión de segundos, un conocido o un perfecto extraño nos alegra el día con un detalle pequeño, pero muy significativo.

De mis andanzas como frustrado aprendiz de trotador de calles, extraigo una reciente anécdota que me permite ilustrar el punto.

Sofocado, bajo un rencoroso sol de mediodía, avanzando a paso de tortuga en busca de mi destino final, a esas alturas con las reservas de energía tocando fondo, prácticamente moví las piernas y los brazos en piloto automático con rumbo al punto de llegada.

De repente, en una de las tantas aceras maltrechas que hay en este país, me topé con un adulto mayor que realizaba ejercicio.

Vestido con buzo azul, camisa blanca y gorra, el señor se abría paso con mucha dificultad apoyado en un bastón.

Su pierna derecha evidenciaba los estragos de alguna enfermedad o una lesión seria que le sacaba una mueca de dolor a su rostro.

En medio de mi agotamiento, traté de expresarle alguna palabra de aliento, pero en realidad fue él quien me animó.

Se detuvo brevemente, me lanzó una mirada afectuosa, sonrió y me despachó con un poderosísimo “que Dios lo acompañe”.

No puedo explicarles la transfusión de energía, motivación y coraje que esa sencilla y coloquial frase significó para mí.

Corrí los últimos 600 metros pensando en la valentía de este señor, quien, lejos de dejarse vencer por su condición, más bien denotaba una increíble fuerza interior en cada paso.

Pensé en lo afortunado que soy por tener buena salud, pero también en la enorme bendición que significa experimentar la amabilidad en estos momentos tan difíciles que vivimos.

La cortesía y la solidaridad son, sin duda, una curita para el alma en momentos en que nos acechan grandes preocupaciones, tales como la violencia, la crisis educativa y la pobreza.

Al mal tiempo buena cara, propone el refrán. Tal vez, el primer paso que debamos dar para cambiar las cosas que nos agobian sea fortalecer la empatía.

rmatute@nacion.com

El autor es jefe de información de La Nación.