Por una educación utópica y no onírica

¿Esa experiencia espiritual no debería ser una educación fundada en la esperanza que nos lanza hacia el futuro sobre las bases de nuestra historia?

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Uno de los últimos libros de Slavoj Žižek, Hegel y el cerebro conectado, me ha hecho reflexionar sobre la realidad de la educación y su megatendencia actual. Es bien reconocida la creatividad de este autor y su uso de Hegel desde la tradición lacaniana, pero decididamente su reflexión se vuelve muy útil cuando se trata de entender los fenómenos culturales y políticos actuales desde un punto de vista diferente. Es decir, desde una crítica que busca encontrar las bases para pensar con inteligencia nuestra sociedad.

En este sentido, resulta desafiadora la idea del inconsciente como lo que está constituido por los efectos del discurso basado en las artificialidades contingentes de la libre asociación sígnica en el sujeto. Por eso, las formaciones inconscientes son “lo irreal”, porque son efectos sin causas independientes.

¿No parece que la educación actual es consistente con un estado onírico (y, por tanto, inconsciente) donde se ha perdido el horizonte de la construcción de una sociedad conscientemente deseada, es decir, utópica? ¿No es la educación más ensoñación que instrumento para el crecimiento del sujeto inmerso en una realidad social?

Poco a poco el horizonte conceptual de lo educativo ha comenzado a orbitar sobre sí mismo, convirtiéndose en un discurso al margen de la praxis y de la realidad concreta en donde se realiza el proceso de enseñanza-aprendizaje. Cada vez menos se toma en cuenta la realidad para esbozar una evaluación crítica de las categorías pedagógicas, porque se piensa que estas tienen que dar resultados por el simple hecho de su enunciación, a partir de la libre asociación de ideas y de conceptos idealísticos. En otras palabras, la educación se separa de la realidad humana, para convertirse en su propio autorreferente, en condición sine qua non existe lo que llamamos “escuela”.

La educación se parece cada día más a un sueño que, sin referencia en lo real, acaba por transferir sus contenidos a la realidad, lo que origina, de forma inmediata, a la no realización de sus objetivos fundamentales. La educación no existe como un ente independiente, como realidad superior a lo real, porque se vuelve simple contenido ideológico que no puede producir una praxis transformadora en los sujetos (profesores, alumnos, padres de familia, sociedad).

Se trataría, entonces, no de un proceso real de concientización, de apropiación de lo real como proyecto personal y comunitario, sino que es solo discurso, ensoñación, irrelevancia cultural y política.

Por ejemplo, si la verdadera adquisición de conocimientos parte del juego como el instrumento privilegiado para construir pensamiento crítico, se deja de lado la relevancia de lo que ha sido dicho en el pasado y que ha servido para transformar el mundo, haciendo del diseño aleatorio del pensar la razón misma de la creatividad. En otras palabras, se pretende ser tan incitador de la creatividad que se termina prohibiendo el acceso a lo ya creado, porque lo que existe, lo real, no es considerado como objeto de transformación, sino de simple aceptación.

El espacio educativo termina así en la ilusión onírica de haber alcanzado una meta, cuando en realidad el sujeto se vuelve tan autorreferencial que se instala en sus propias fantasías como si fueran seres existentes en verdad.

Podemos pensar esto de una forma más concreta y simple. Podríamos encontrar una consecuencia política del actuar humano que resultara un fracaso, pero interpretamos que se basaba en unos conceptos que podrían indicar una praxis política consistente y hasta prometedora.

Al buscar la justificación ideológica de dicha praxis, nos encontramos que la teoría que la sustentaba es igualmente pobre e insignificante. Pero nos quedamos con la idea de que aquellos conceptos que imaginamos son reales y asumimos que son una “verdad” consistente. En realidad, nos imaginamos lo que no existe y lo consideramos real. Es decir, decidimos vincularnos con una ideología de fantasía, como si lo imaginado fuera real. Eso ocurre con muchas propuestas pedagógicas actuales.

La experiencia onírica, que experimentamos como real en la inconsciencia, no acontece verdaderamente, es solo producto de nuestra mente. Al despertar, todo lo vivido en el sueño deja tan solo una huella borrosa, pero si consideramos ese estado onírico como manifestación del sentido de la realidad, nos adentramos al mundo de la paranoia.

Sueño y utopía

Los sueños ocupan el lugar de la realidad, que no puede ser manipulada y que termina por ser considerada solo un espectro que amenaza nuestro mundo imaginario. Si el sueño es lo real, no importa su relación con lo vivido y experimentado conscientemente, lo que no existe comienza a ser el punto de referencia para actuar y decidir. Las consecuencias se manifestarán, entonces, como la desvirtuación del mismo sueño, pero su proclama como lo auténticamente real impide su superación. Vivir en el inconsciente es tan tentador, que nos alejamos de lo real para no ser exigidos a enfrentar el desafío que este representa.

Esta es la diferencia entre el sueño y la utopía, entre el estado inconsciente y la esperanza. Tener una visión de futuro y crear un sistema educativo que mire a la transformación de la sociedad, implica colocarse en el ámbito de lo que realmente existe y de lo que conscientemente se desea conseguir. No basta con las teorías que lo lúdico o las experiencias gozosas de construcción de la creatividad terminarán por desarrollar praxis verdaderamente significativas.

En efecto, esta presunción parte del hecho de que todo puede ser descubierto sin más, que la comprensión de lo real no necesita de la historia, sino que basta un despertar de las potencialidades subjetivas para generar individuos pensantes y eficaces en la acción política y cultural. En otros términos, la esperanza desaparece como horizonte de posibilidad colectiva, para privilegiar un goce autorreferencial de individuos narcisistas que terminan por considerarse por ellos mismos el criterio último de la realidad.

Estamos delante de un punto crucial, porque muchas de las prácticas pedagógicas actuales presentan como protagonistas ideales a sujetos centrados en sí mismos, porque se proclaman el origen de toda creatividad. Y, por ello, transmiten ese mismo estado patológico a las nuevas generaciones que, a su vez, se muevan en el ámbito virtual como si fuera la única realidad auténtica.

Así, la creatividad termina siendo búsqueda en internet, a veces limitada a Wikipedia, sin que medie un sentido crítico, que solo podría ser posible con la adquisición de conocimientos y de métodos de comprensión de la realidad objetivos y bien fundados, que mantengan el principio de su falsabilidad como criterio de cientificidad.

El estado onírico de la educación actual es, de hecho, no falseable, porque pretende suplantar la realidad con el goce de la propia autorrealización ininterrumpida de su creatividad irreal. Y, si consideramos que la sociedad actual, en su afán consumista, presenta el disfrute sin límites de las ofertas del mercado como criterio de felicidad, se puede prever que el resultado de todo esto será la enajenación voluntariamente aceptada como única forma de acceder al goce ininterrumpido.

Así, la satisfacción del deseo sin consciencia de lo real, excluye al otro del proyecto de la propia construcción del sujeto. Nos vemos peligrosamente dirigidos a ser individuos vacíos, sin retos, ni provocaciones provenientes de la realidad.

Al final, podríamos suponer que nos bastará estar conectados a una red neural artificial para alcanzar el goce pleno. Nunca como ahora una película como Matrix se ha vuelto tan real y, al mismo tiempo, tan peligrosa. Pero, ¿no sería esta la consecuencia natural de un proyecto educativo onírico no utópico? ¿No sería una educación no académica la base para la construcción de este individuo “creativo” pero acrítico, tan funcional a un sistema que enajena en una libertad que en realidad evade lo esencial del espíritu humano, es decir, la capacidad para reaccionar con responsabilidad ante el mundo y ante los demás? ¿No es verdad que se nos proponen sistemas educativos tan apolíticos que terminan por matar el espíritu?

Volviendo a Hegel, para él existía una relación entre la realidad objetiva, material y social, y una geistliche Anschauung, una experiencia espiritual (en el sentido de simbólica, cultural, política), que tendría por objeto generar un proceso de transformación histórica capaz de dinamizar la vida humana. Pero esta experiencia no puede basarse en una pedagogía onírica, porque exige todo su opuesto: una consciencia más profunda de lo real, una adecuación del espíritu a lo que se nos presenta como objetivo y que se niega a simplificaciones ideológicas. ¿Acaso esa experiencia espiritual no debería ser una educación fundada en la esperanza que nos lanza hacia el futuro sobre las bases de nuestra historia?

frayvictor@icloud.com

El autor es franciscano conventual.