Por qué triunfan los autócratas y sus aprendices

Un análisis de las razones por las cuales varias democracias del continente sufren un significativo deterioro

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Un aspecto relevante de los sistemas democráticos actuales es que parte de sus ciudadanías están dispuestas a aceptar comportamientos antidemocráticos de los líderes con los que están de acuerdo políticamente.

Lo anterior provee una explicación del porqué algunos gobernantes elegidos democráticamente en el continente —y fuera de él— son con frecuencia capaces de incurrir en violaciones al sistema sin enfrentar mayor resistencia popular o consecuencias electorales.

Planteo dos preguntas cruciales: ¿Por qué hay ciudadanos que aceptan acciones antidemocráticas de sus gobernantes, incluso a pesar de apoyar la democracia como sistema político? ¿Es, necesariamente, la aceptación de los comportamientos antidemocráticos de sus líderes una decisión deliberada, tal como lo ha afirmado durante mucho tiempo la literatura sobre percepciones democráticas?

Para dar respuesta a estas preguntas, analicemos cómo la aceptación de la ciudadanía de actos antidemocráticos parece ser más bien producto de un proceso de racionalización democrática, tomando como base los hallazgos de nuevas investigaciones en este campo.

La racionalización democrática es un fenómeno recientemente investigado por Suthan Krishnarajan (Racionalizando la democracia, 2022), basándose en la lógica de las percepciones de los ciudadanos sobre comportamientos antidemocráticos en unos 44 países.

El estudio —que plantea a los entrevistados acciones ficticias de gobernantes en relación con diversas políticas públicas o comportamientos democráticos o antidemocráticos— demostró que la gente no acepta el comportamiento antidemocrático deliberadamente, sino que racionaliza sus concepciones democráticas y se convence de que determinado comportamiento antidemocrático es perfectamente democrático si coincide con sus perspectivas políticas y con lo que considera es óptimo para el país.

Es decir, si un gobernante antimigración actúa de forma antidemocrática, es probable que el votante antimigración no califique el comportamiento de antidemocrático. Igualmente, si un líder promigración viola las reglas del juego democrático, es probable que los votantes promigración no lo perciban como tal.

Esto no quiere decir que no existan ciudadanos que no apoyen deliberadamente actos antidemocráticos en algún momento, sino que la tendencia es —como menciona el politólogo James D. Bryan en su estudio de percepciones ciudadanas sobre la democracia en 74 países— a que la conceptualización de la democracia por parte de la ciudadanía y la aceptación de la ejecución de medidas iliberales en determinada ocasión esté sujeta a un razonamiento políticamente motivado.

Desde Trump

En años recientes, hemos observado cómo varias democracias del continente sufrieron un significativo deterioro a manos de autócratas (o gobernantes con comportamientos autocráticos) que enfrentan pocas o ninguna consecuencia por sus acciones. No solo los mecanismos de rendición de cuentas horizontal (balance entre los poderes del Estado) terminan con frecuencia siendo capturados por dichos gobernantes, sino que los mecanismos de rendición de cuentas vertical (control ciudadano) parecieran tener limitada repercusión frente a los actos antidemocráticos del líder, especialmente, de quienes tienen afinidad política con este.

En Estados Unidos, los múltiples esfuerzos de Donald Trump por cuestionar la integridad de las elecciones presidenciales del 2020 y revertir los resultados electorales desembocaron en el asalto al Capitolio por sus seguidores, en lugar de la censura por sus acciones.

En el caso de Brasil, el intento de golpe de Estado de los partidarios del expresidente Jair Bolsonaro fue, de alguna forma, la culminación de un apoyo ciego al gobernante durante años (aunque se desconoce si este tuvo algún papel en ello), y producto de la normalización de las acciones antidemocráticas sostenidas durante la gestión del expresidente.

El mundo ha visto también con asombro el retroceso democrático de El Salvador durante la administración de Nayib Bukele, como lo prueba la creciente politización del sistema de poderes; los ataques, amenazas y espionaje a la prensa; las detenciones arbitrarias y violaciones al debido proceso como parte de la guerra contra las pandillas; y los esfuerzos por alterar las reglas electorales.

A pesar de esas acciones antidemocráticas, un 70 % de los salvadoreños apoyan la reelección de Bukele, no obstante estar prohibida constitucionalmente. El apoyo obedece, en parte, a la satisfacción causada por la reducción de la criminalidad en el país sin importar las controvertidas medidas de seguridad ejecutadas.

En México, son claros los esfuerzos del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) por concentrar el poder, la creciente militarización y las arbitrarias reestructuraciones institucionales. El conjunto de reformas electorales propuestas por él, entre las que se encuentra la reestructuración del Instituto Nacional Electoral (INE), ponen en riesgo la administración y transparencia de futuras elecciones.

Sin embargo, AMLO cuenta con el apoyo de la mayoría de los ciudadanos, quienes, cansados de la inoperancia política e indolencia ante las demandas ciudadanas de partidos y gobiernos anteriores y de los elevados índices de criminalidad y corrupción, hallaron una esperanza en su política disruptiva y antiélite.

Guatemala y Costa Rica

En Guatemala, el presidente Alejandro Giammattei ha incurrido en la captura de las instituciones políticas, injerencias en el actuar del Poder Judicial, irregularidades en el proceso de elección de magistrados y la persecución y criminalización de fiscales y jueces en labores anticorrupción.

Aun así, Giammattei goza de gran apoyo dentro de sus partidarios, especialmente, de las élites beneficiadas con sus políticas económicas y de aquellos a quienes convienen las decisiones gubernamentales que favorecen la impunidad.

Incluso Costa Rica, una de las democracias más sólidas del continente, experimenta deterioro de libertades y derechos, especialmente, mediante los sistemáticos ataques del presidente, Rodrigo Chaves, contra los medios de comunicación que investigan las acciones de su administración o lo contradicen.

A pesar del menoscabo a la libertad de prensa y expresión, el gobernante y su gestión obtienen altos niveles de apoyo ciudadano desde su asunción al poder, en mayo del 2022, como indican varias encuestas.

Parte de la ciudadanía no tuvo incluso problema en votar por él, aunque ya daba durante la campaña los signos relevantes mediante su narrativa incendiaria contra la prensa y sus rivales, el cuestionamiento a la labor de otros poderes del Estado y supuestas violaciones a las leyes de financiamiento electoral, entre otras cosas.

El apoyo a su gestión proviene en parte de la esperanza en la reducción del costo de vida y otras promesas de campaña aún por materializarse, pero, fundamentalmente, de la insatisfacción profunda con la clase política tradicional y la expectativa de un gobierno que responda a las necesidades de la población.

Así, los ejemplos mencionados son muestra de cómo en nuestro continente —y en otras regiones— el retroceso democrático no es solo producto de las acciones de líderes autócratas (o de sus aprendices), sino también de una ciudadanía que continúa apoyando la gestión de gobernantes que arremeten sistemáticamente contra instituciones y derechos y libertades democráticas, especialmente, si existe una afinidad política o ideológica con esos líderes y una posibilidad de ver materializados sus propios intereses.

Es precisamente aquí que el lente de la racionalización democrática nos ayuda a entender que en la región los ciudadanos podrían estar concibiendo la democracia en términos iliberales cuando su partido político está en el poder o cuando se tienen las expectativas de que sus preferencias políticas serán satisfechas.

Tres lecciones

Hay por lo menos tres lecciones de lo analizado que es preciso tomar en cuenta: en primer lugar —como señala Bryan—, que la concepción de democracia puede ser una actitud fluida que los ciudadanos amoldan para hacer calzar sus intereses político-partidarios.

En segundo lugar, que la ciudadanía naturalmente tiene expectativas de un sistema democrático que responda a los intereses y demandas populares y que puede llegar a privilegiar más la dimensión sustantiva de la democracia, es decir, las políticas públicas que dan respuesta a esas demandas, que la dimensión procedimental.

El problema es olvidar que ninguna política pública es sostenible si no se cuidan los procedimientos, y que, así como en determinado momento nuestras posturas políticas o visión de mundo son afines a las del líder de turno, llegará también el momento en que el rival político asuma la dirección del país. Llegado ese momento, se deseará más que nunca que prevalezcan los instrumentos democráticos que protegen las garantías de toda la ciudadanía. En síntesis, la dimensión sustantiva y procedimental de la democracia se necesitan una a la otra y se retroalimentan.

En tercer lugar, que los desafíos afrontados por las democracias son altamente complejos, ya que la ciudadanía ni siquiera concuerda con la concepción de lo que representa un comportamiento con potencial para atentar contra las reglas del juego democrático, pues la percepción de este pasará posiblemente por el filtro de la parcialidad política.

tatibenavides@gmail.com

La autora es politóloga.