Para superar la desigualdad

La inversión pública en educación es fundamental, pero la inyección económica no basta para revertir la desigualdad

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Don Pepe fue uno de los invitados de honor en la primera toma de posesión de Alan García, en 1985, en el ocaso de su vida, cuando el expresidente se había convertido en una leyenda por ser el único líder victorioso vivo de una revolución armada que había respetado la democracia en Latinoamérica.

García hizo en su discurso anuncios muy ambiciosos, si se quiere fantasiosos, sobre lo que pretendía lograr durante su gobierno. Fue un mensaje que se describe con un concepto: grandilocuente.

Al finalizar, algunos periodistas le preguntaron qué creía que iba a poder hacer García, a lo que el caudillo costarricense, sin pensarlo dos veces, respondió: “¡No gran cosa antes de cincuenta años de escuela!”.

Solo un líder que había alcanzado aquella edad, vivido con aquel grado de intensidad y con su influencia, alcanzó el genio y la madurez para poder encerrar, en una frase tan lacónica, una realidad tan compleja.

La anécdota viene a cuento en momentos en que retroceden nuestros indicadores de desarrollo y, entre ellos, dos de los más importantes: la desigualdad y la educación.

Fin de una época

En su obra Igualiticos, el sociólogo Carlos Sojo afirmó hace más de trece años que si bien es cierto que en 1950 comenzó el crecimiento de la igualdad y educación, esa etapa concluyó tras el colapso económico de 1980. Las tres décadas comprendidas entre 1950 y 1980 Sojo las denomina los años dorados de la clase media.

Lo verdaderamente preocupante es que de todos los indicadores esté retrocediendo tan aceleradamente el índice de desarrollo educativo, pues no me canso de repetir que la prosperidad y el desarrollo de la sociedad dependen básicamente de su cultura, que a la vez descansa en un trípode y una de sus columnas es la educación de excelencia.

Los liberales aseguran que la prosperidad depende de un Estado mínimo, con mínimas regulaciones y cargas tributarias.

Reconozco que una sociedad con un bajo costo de legalidad facilita la iniciativa de sus emprendedores, pero la realidad es que no es la condición definitiva para el desarrollo, pues existen Estados muy regulados y son naciones poderosísimas, como Alemania.

En sentido inverso, algunos países del África subsahariana están totalmente incapacitados de intervenir en sus sociedades y, pese a ello, viven en la miseria. Naciones intervenidas con un elevado costo de legalidad, como Alemania, poseen grandes niveles de desarrollo y naciones mucho más desreguladas, como Irlanda, logran también la prosperidad.

Esta situación se explica porque ambas poseen sobresalientes índices en lo educativo y cultural; por ejemplo, Alemania dedica a educación casi el 12 % de su presupuesto y apenas el 2 % al gasto militar. Por el contrario, un país puede tener costos de legalidad y regulaciones mínimas y ocupar el sótano en desarrollo humano mundial, como Haití o algunas sociedades subsaharianas, debido a la mala calidad educativa.

Por sí sola, la educación no es el único condicionante de la desigualdad, pues, como afirmaba el sociólogo francés Raymond Boudon, solo explica una parte de las desigualdades salariales, observación que pretendía abrir los ojos de quienes creen poder resolver la desigualdad exclusivamente con gasto en políticas educativas, por más ambiciosas que sean.

Desigualdad heredada

En su obra Capital humano, el economista Gary Becker puso de relieve la transmisión familiar de la desigualdad. La familia, segunda columna del trípode que sostiene la cultura, cumple un papel central para superar o heredar la desigualdad.

Esta noción tomó fuerza a raíz del informe sobre educación en las minorías vulnerables, realizado para el gobierno estadounidense por el sociólogo James Coleman en la década de los sesenta, el cual provocó una gran controversia por advertir que la redistribución de recursos hacia las escuelas de zonas urbano-marginales no registraba ningún progreso mesurable en los resultados escolares de integración y superación laboral.

Para Coleman, era infructuoso poner la confianza en el simple aumento mecánico del gasto público en educación en las zonas pobres si se mantenían las condiciones que originaban la desigualdad en el núcleo familiar. Por ejemplo, en su obra sobre las curvas de inteligencia en la educación estadounidense, los investigadores Richard Herrnstein y Robert Murray describen que estudios sobre niños provenientes de entornos socialmente vulnerables, adoptados por familias con otros grados culturales, lograban el mismo desempeño que los hijos biológicos de esas familias.

En otras palabras, más que las inteligencias innatas, es mejorando el entorno cultural del estudiante, como el que otorga el ambiente sociofamiliar, lo determinante en su rendimiento educativo. Otro motivo que agrava mi alarma respecto de la crisis cultural que atestiguo en el ámbito familiar del país.

La inversión pública en educación es fundamental, pero la inyección económica no basta para revertir la desigualdad. Los países que lideran el ranquin de progreso tecnológico y desarrollo humano han hecho inversiones educativas planificadas, de largo alcance y sistemáticas; sin embargo, para combatir la desigualdad es necesario reconocer que el problema debe abordarse no solamente con educación, sino también con una perspectiva mucho más integral, que es la de la cultura, lo que incluye fundamentos como el entorno familiar y espiritual del individuo.

A ello el economista Bernardo Kliksberg agrega “impulsar una economía de la ética donde la ortodoxia económica dé paso a la responsabilidad social, la solidaridad y la preocupación por el otro”.

fzamora@abogados.or.cr

El autor es abogado constitucionalista.