Página quince: Vigilar las leyes para combatir el virus

La línea entre el gobierno y la oposición no debe desdibujarse en nombre de la ‘unidad nacional’, y los mecanismos de responsabilidad política deben fortalecerse, no debilitarse.

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PRINCETON– No hay dudas de que los gobiernos utilizarán la emergencia para ampliar sus poderes, y una vez pasada la amenaza, es probable que algunos de ellos no renuncien a esos nuevos poderes.

Resulta crucial que los partidos de oposición concuerden en términos generales con las medidas para mitigar una excepcional crisis de salud pública. Pero la línea entre gobierno y oposición no puede difuminarse en nombre de la “unidad nacional”.

Las críticas de los líderes de la oposición no deberían descalificarse como “peleas intestinas” ilegítimas. Y deben fortalecerse, no debilitarse, los mecanismos que permiten que la oposición haga rendir cuentas a los gobiernos por sus medidas.

Las emergencias tienen dos efectos: en los Estados democráticos, concentran el poder en el ejecutivo. Por lo general, los líderes que reclaman nuevos poderes pueden contar con el apoyo de los ciudadanos. Incluso, el presidente estadounidense, Donald Trump, cuyo desempeño ha sido desastroso desde el comienzo, se está beneficiando de una dinámica de unidad nacional generada por la crisis.

El otro efecto es más evidentemente pernicioso: en los países ya amenazados por lo que algunos politólogos llaman la “autocratización” (el reverso de la democratización), los líderes están haciendo uso de la pandemia para deshacerse de los obstáculos restantes para la continuidad de sus regímenes.

El presidente ruso, Vladimir Putin, se encuentra en proceso de hacerse vitalicio. El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, está debilitando el Knéset y a los tribunales. El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, pionero de la “autocratización” en la Unión Europea, puede ahora gobernar por decreto y desea suspender las elecciones y los referendos, además de dar al gobierno la autoridad para encarcelar periodistas.

Muchos políticos autoritarios recurren a pseudocrisis; en una real, pueden adoptar lo que parecen medidas perfectamente justificadas para arremeter contra sus oponentes. Las leyes antiterroristas promulgadas tras los ataques del 11 de setiembre del 2001 se utilizaron rutinariamente para reprimir formas legítimas de disenso político.

Lo que caracteriza particularmente la pandemia del coronavirus es que desactiva una de las maneras más evidentes de protestar contra los gobiernos. Cuando Putin anunció cambios a la Constitución, pudo prohibir las manifestaciones sobre la base de que podrían facilitar la propagación del virus. Cuando Orbán elimine las elecciones, podrá decir que el distanciamiento social no es compatible con un procedimiento que hace que todos los ciudadanos acudan al mismo lugar el mismo día. Una precaución completamente razonable permite a los autócratas tomar medidas sin que nadie las cuestione.

¿Qué hacer? En las democracias que funcionan, los parlamentos y los tribunales tienen que seguir trabajando. Pero si las empresas y el mundo académico trabajan en línea, no hay razones para que estas instituciones conduzcan una “democracia a distancia”.

Los parlamentos, cuyo poder en todo caso ha ido mermando en beneficio del ejecutivo en las últimas décadas, deberían aceptar el gobierno selectivo por decreto solo por un tiempo limitado estrictamente y únicamente para circunstancias cuando el régimen jurídico convencional conlleve grandes desventajas para el manejo de las crisis.

Si bien el Estado de derecho, en contraste con el gobierno por decreto, podría ser dificultoso cuando se debe desarrollar una vacuna con rapidez y desplegar recursos con celeridad, no existe absolutamente ninguna razón para suspenderlo (contrariamente a lo que han argumentado prominentes teóricos de los estados de emergencia, como el jurista alemán Carl Schmitt).

La cuestión crucial es que la oposición debería apoyar al gobierno, pero también ofrecer alternativas y, sobre todo, hacer que este rinda cuentas estrictas de sus medidas. A menudo se olvida lo vital que resulta para el funcionamiento adecuado de las democracias la institucionalización del papel de una oposición.

Los mecanismos para hacerlo varían. Pueden ser un procedimiento que permita a los líderes de oposición responder inmediatamente a los discursos de los ministros, dramatizar las diferencias y mostrar una alternativa; umbrales bajos para crear comités de consulta y días de oposición, cuando los perdedores de una elección fijan la agenda parlamentaria; incluso nombrar a figuras de la oposición para presidir comités (donde se hace gran parte del trabajo real en los parlamentos).

El gobierno está autorizado para hacer las cosas a su manera, pero la oposición debe poder manifestar su opinión en todas las etapas.

La primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, propuso una solución plausible para las medidas de confinamiento del país y la suspensión temporal del parlamento. En lugar de crear una gran coalición o cubrir los desacuerdos legítimos con la retórica de la “unidad nacional” incondicional, ha sugerido un comité selecto presidido por el líder de la oposición, que puede exigir que el gobierno rinda cuentas de sus acciones.

Para prevenir que las medidas de emergencia se vuelvan permanentes, especialmente si la atención pública pasa a otro problema, el jurista estadounidense Bruce Ackerman plantea un ingenioso mecanismo de “escalera de supermayorías”: las leyes y decretos se pueden renovar periódicamente, pero solamente con mayorías cada vez más grandes. Con ello el debate político se centraría en la pregunta de si es posible volver de lo nuevo a la normalidad previa. En particular, pondría el foco de atención sobre la protección de los derechos básicos (piénsese en los intentos de la administración Trump y del gobierno del primer ministro británico, Boris Johnson, de reclamar poderes para poner en detención a ciudadanos durante la pandemia).

¿Y los autócratas? Los líderes de oposición y la sociedad civil deberían usar todo el espacio que les queda para resistir. Sea lo que sea que hagan serán difamados por gobiernos que, incluso antes de la actual crisis, tendían a acusar de traición a la patria a quienquiera que se les opusiera.

Más importante todavía es que, aunque la atención internacional sea más bien escasa por ahora hacia todo lo que no sea la covid-19, sigue siendo crucial alzar la voz contra los Putin y los Orbán del planeta. Por desgracia, sus ciudadanos pronto verán cómo sus cleptocracias han afectado la salud pública. En estas circunstancias, cobra enorme significancia el que una institución como la Comisión Europea monitoree estrechamente las medidas de emergencia en los Estados de la Unión Europea.

Jan-Werner Mueller: profesor de Política en la Universidad de Princeton y autor del libro “Democracy Rules”, de próxima publicación.

© Project Syndicate 1995–2020