Página quince: Un cuento de dos demagogos

La reciente reunión de Donald Trump y Narendra Modi puede considerarse la apoteosis de una distopía.

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PARÍS– “A Estados Unidos le encanta la India”, declaró el presidente estadounidense, Donald Trump, en su reciente visita al estado indio de Gujarat, la base de poder del primer ministro, Narendra Modi.

Ante una multitud de más de 100.000 personas en el estadio de críquet más grande el mundo, los dos líderes celebraron triunfantes la profundización de la amistad entre sus países o, para ser más precisos, entre sus marcas de populismo carismático. Ni siquiera la repetida confusión de nombres indios en el discurso pudo con el ánimo exultante de Modi.

Pero la visita de Trump a la India no fue el gran momento histórico de lo que ambos se jactaban. Aunque Modi describió la relación indo-estadounidense como “la más importante relación bilateral del siglo veintiuno”, puede que nunca alcance los cada vez más profundos vínculos entre China y Rusia.

Después de todo, a los líderes autoritarios convencionales les resulta mucho más fácil que a los populistas unirse tras una visión común de sus intereses globales. Por supuesto, el factor China es importante para Estados Unidos y la India, pero no basta para trascender sus diferencias culturales y sus intereses económicos marcadamente divergentes (especialmente en lo referido al comercio).

Habiendo dicho eso, otro tipo de historia sí se estaba haciendo durante la visita de Trump. Pero fue de rasgos muy diferentes al que él y Modi habían previsto.

Al intentar describir las últimas reuniones de los dos líderes en la India, inevitablemente, se me viene a la mente la expresión “hoguera de las vanidades”.

En una atmósfera de abyecta adulación y pomposidad raramente igualada, Trump y Modi se reconocieron recíprocamente cualidades similares. Al verlos en televisión, solo pude pensar en las icónicas escenas de la obra maestra de Charles Chaplin, El gran dictador. Parece que su farsa se está repitiendo, y esta vez como tragedia.

Para Trump, que se prepara para su campaña de reelección, la India fue un lugar perfecto para probar su mensaje a los votantes estadounidenses, en particular a la exitosa diáspora india de cuatro millones de personas que habita en Estados Unidos y tiende a votar por los demócratas.

El mensaje de Trump fue simple: Si la India, la mayor democracia del mundo, está dándome la bienvenida como a un héroe y una estrella, entonces ¿por qué algunos estadounidenses (claramente no patriotas) lo rechazan como si fuera una amenaza para la democracia? De hecho, Trump parecía estar diciendo que contaba con la protección de Modi y el mahatma Gandhi.

La visita del presidente estadounidense trajo beneficios similares a Modi. Son muchos los indios que detestan el nacionalismo religioso del primer ministro y Delhi está pasando por la peor ola de violencia entre hindúes y musulmanes en décadas.

Pero Modi puede decir ahora a sus oponentes que al líder de la democracia más poderosa del mundo no parece importarle el modo como la India trata a su minoría musulmana o se comporta en Cachemira.

Tras refirmar mutuamente su legitimidad con felicitaciones y absoluciones, Trump y Modi pudieron pasar del concurso de belleza a los asuntos más serios y divisivos de China y el comercio.

Eso me recordó las conversaciones que tuve en los primeros años del siglo con Robert Blackwill, experimentado diplomático que era en esos momentos embajador estadounidense en la India.

Su principal objetivo era que Estados Unidos reconociese (o, supuestamente, redescubriera) la importancia vital que la India, la mayor democracia del mundo, tenía para su país. Para él, democracia no era una palabra vaga o vacía, sino la clave para desarrollar una relación de privilegio con la India. Pero, por supuesto, en ese entonces la política de ninguno de los dos países había caído en el populismo.

No hay duda de que las relaciones entre Estados Unidos y la India siempre han sido complejas. En las décadas de los 50 y 60, ambos países veían a China como una amenaza.

Después de perder en 1962 una guerra contra China, la India firmó un acuerdo de defensa aérea e inteligencia compartida con Estados Unidos, al tiempo que este último le prestaban ayuda económica y militar.

Pero ambas naciones pronto comenzaron a agriar sus relaciones con respecto a la urgencia de la amenaza china. Las autoridades indias se sintieron traicionadas cuando Estados Unidos, bajo la presidencia de Richard Nixon, comenzó un proceso de reacercamiento con China.

Como resultado, Rusia y la India se fueron acercando entre sí, lo que a su vez hizo que el foco de atención regional de Estados Unidos pasara a ser Pakistán.

Luego, vino la decisión de la India de convertirse en potencia nuclear. Al principio, Estados Unidos se enfadó sobre la terquedad india sobre el asunto, pero acabó cediendo a una realidad que era imposible de evitar. Y aunque los líderes estadounidenses pensaban que una India nuclearizada era probablemente perjudicial para el mundo, por lo menos su arsenal era un factor de disuasión útil frente a China.

No obstante, si bien la desconfianza común hacia China puede ser una condición necesaria para el éxito de la relación entre Estados Unidos y la India, no es una base suficiente para una alianza estrecha y duradera entre estos dos complejos gigantes.

De hecho, si no estuvieran unidos por un compromiso profundo y sincero con la democracia, tal vez un día la India decida que sus intereses se verían más beneficiados con su propio reacercamiento a China, una potencia global más predecible.

Por último, las fricciones comerciales indo-estadounidenses persistirán, a pesar de la calidez entre Trump y Modi. Tal vez de manera premonitoria, la actividad en el estadio de críquet de Gujarat acabó con la canción de los Rolling Stones You Can’t Always Get What You Want (No siempre puedes lograr lo que quieres).

En la actualidad, el nacionalismo económico está en ascenso y la democracia está en declive. Dadas estas preocupantes tendencias, lo que ocurrió en Gujarat entre Trump y Modi puede todavía llegar a verse como la apoteosis de una distopía.

Dominique Moisi: es asesor especial del Instituto Montaigne en París.

© Project Syndicate 1995–2020