Página quince: Palabras, comunicación y realidad

El lenguaje, como signo inequívoco de humanidad, nos ofrece las herramientas más sublimes para el diálogo.

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Se dicen o se escriben palabras con dos propósitos: describir la realidad (es decir, adecuar las palabras al mudo real) o hacer que el mundo se adecúe a las palabras (hacer que el mundo o la percepción de este se conforme a lo que se expresa). No hay que caer, sin embargo, en exageraciones: pedir un favor, como solicitar que se pase la sal en una mesa, es una acción que intenta cambiar el mundo de alguna manera. Con esto queremos decir que no toda expresión lingüística tiene una intención ideológica, puede ser simplemente práctica. Con todo, las palabras nos ayudan a transformar la realidad en varias formas.

Una de estas formas es hacer que las personas ejecuten los actos que les pedimos. Para ello, usamos las fórmulas convencionales de solicitación del lenguaje, como las expresiones de cortesía. Pero también podemos pedir que se cambie la percepción del mundo, que los receptores de nuestro mensaje comiencen a pensar de otra manera.

Aquí notamos un problema comunicativo: ¿Cuándo queremos describir la realidad y cuándo la queremos transformar? ¿Cuál es nuestra intención al afirmar, negar, suponer, implicar, unir o separar términos que se refieren a la realidad? ¿Queremos reafirmar lo que pensamos del mundo o deseamos mutar esa percepción?

La respuesta la tenemos en la forma en que organizamos las frases (porque las palabras se pueden decir de muchos modos), pero, sobre todo, en cómo las unimos (porque las pequeñas palabras que indican adversidad, conjunción, causalidad, matices, contrastes y cosas por el estilo, configuran una visión del mundo). En efecto, cada vez que hacemos un discurso (es decir, vinculamos las frases consecuencialmente en un argumento) nos descubrimos interesados. Ningún discurso es mera información; es posicionamiento ante lo que experimentamos, sentimos y constatamos.

La manera de expresarnos señala intenciones, pero también presuposiciones. En todo discurso se dicen cosas y se omiten otras; se estructuran las frases de un modo o de otro. La gramática de toda lengua permite infinitas posibilidades de combinación de las palabras. Pero, aunque algunas expresiones puedan considerarse sinonímicas en su información, no lo son en su intención. El significado de las palabras no es lo único que está en juego, es cómo y cuándo se dicen. Incluso, el no decirlas expresa una intención comunicativa porque exigen al destinatario del mensaje dar una respuesta, imaginar y suponer lo que debe intuir en el vacío de la información.

Hay discursos que parecen ser justos y racionales, pero en realidad son expresados en una determinada manera por varias razones: por conveniencia de personas o grupos, o por el deseo de transmitir algunas informaciones, o por querer influir en otros, o porque se pretende transformar la percepción que los otros tienen de una determinada realidad. Eso quiere decir que los discursos públicos (entiéndase, un razonamiento expresado públicamente por medio del lenguaje) no pueden ser entendidos sino en la intención del que los proclama. Incluso este artículo es un discurso articulado a un propósito, de ello no cabe la menor duda.

Tipos de mensajes. Se impone aclarar que los mensajes pueden enunciarse directa o indirectamente, o bien metafóricamente. Resta, con todo, una constatación: el mensaje permanece inalterado en su contenido, pero la intención de quien lo emite puede pasar inadvertida para un destinatario ingenuo, que puede aceptar como descripción de la realidad lo que se dice, cuando en realidad es una tergiversación de ella.

¿Qué entendemos por realidad? Lo que existe en el mundo material, las relaciones humanas dentro de ese mundo y la percepción que tienen de todo ello los individuos (esto incluye las formas o valores culturales que se generan por convención, hábito o educación). La realidad, por tanto, no es mera objetividad porque encontramos en cada situación una percepción subjetiva. Objetividad y subjetividad están unidas intrínsecamente porque el ser humano se cultiva (en el sentido que asume y vive una cultura) en medio de una realidad objetiva (material o biológica) y relacional (que no necesariamente es lógica, sino que depende de emociones sentimientos, sucesos, éxitos y desilusiones).

El mundo material y el mundo subjetivo conforman lo que somos como personas, si bien dentro de estos dos mundos subsiste uno que es determinante y radical, la familia de origen (o el lugar del crecimiento desde el momento de nuestro nacimiento). Lo es porque allí se fraguan las primeras experiencias subjetivas, afectivas, emocionales y racionales. De ese núcleo central se declina nuestra confrontación con el mundo material y social que nos rodea. Nuestros más grandes sueños y valores, así como nuestros miedos y fracasos, tarde o temprano se manifiestan radicados en esa experiencia fundamental.

Es en ese humus familiar-vital donde se fragua nuestra capacidad comunicativa y la intención que tenemos al usarla. Uno puede decir que existe comunicación si ofrece información, pero ¿la forma en la que se ofrece hace referencia a la realidad objetiva o buscamos imponer una interpretación unívoca de lo que es real? Por otra parte, la comunicación puede estar viciada por razones externas a los individuos, como el poder institucional. Pero eso no significa que no medie un elemento subjetivo-afectivo en los propios razonamientos.

Si nos elevamos al plano de lo político, las consideraciones se hacen más complejas porque entramos en el campo de los tratados, alianzas o uniones que los sujetos establecen en función de unos intereses determinados en el plano social. El uso del lenguaje no es simple en este ámbito porque adquiere una connotación diferente: pasa de ser un medio de comunicación de un tú a tú, o de un nosotros a un tú (o ustedes), a constituirse en un mensaje dirigido a una colectividad (el tú y el ustedes se hacen indeterminados y anónimos porque no son totalmente conocidos por el emisor del mensaje). Dependerá de los individuos que conforman esa colectividad aceptar o no el mensaje transmitido.

Erradicar al otro. La comunicación política se realiza en varios campos, el más notorio es el ámbito de la lucha de poder. Aquí prevale la búsqueda de consensos en función de los intereses grupales. El menos vistoso de estos ámbitos es la destrucción del adversario, pero no es el menos real y el menos recurrente. No hay que ser ilusos, en el centro de esta función política del lenguaje hay un solo norte seguro: las relaciones económicas porque de la definición de esta realidad dependen las decisiones y las opciones que los sujetos toman respecto a los demás. Se infiere que en este ámbito las sensibilidades individuales tienen un valor preponderante: se puede ser egoísta, generoso, complaciente, riguroso, tacaño, solícito y hasta corrupto.

Queremos, con todo, concentrarnos en el discurso que pretende la erradicación del contrincante. Este se estructura con la finalidad de crear un mundo paralelo de valores y visiones, que resulte creíble y aceptable, y que se contraponga al discurso del adversario. Si bien este fenómeno se manifiesta individualmente en diversas formas, se hace más visible en lo sociopolítico. Los mundos paralelos creados por el discurso se pueden fundar en ideologías, en principios morales, en defensas institucionales o en mentiras organizadas (como en los fraudes). El objetivo primordial es el mantenimiento del statu quo del propio poder y la desacreditación del contrincante, en consecuencia, de su influencia en otros.

Como se ve, si bien un discurso público se rige por las reglas de la comunicación, en realidad este puede violar una de las condiciones esenciales de esta: el respeto en la interacción humana. No está mal tratar de cambiar la realidad, el problema estriba en el para qué. El conflicto que suscitan las diversas intenciones solo puede ser resuelto en la clarificación de ellas. Pero eso supone un acto de humildad para todas las partes.

Basta que una no demuestre esta actitud para que la comunicación asertiva se interrumpa y se pierda. No faltan ejemplos en nuestro país, donde la comunicación efectiva parece ser una quimera. Pero la esperanza permanece, porque el lenguaje, como signo inequívoco de humanidad, nos ofrece las herramientas más sublimes para el diálogo.

frayvictor@gmail.com

El autor es franciscano conventual.