Página quince: Los valores supremos en época de crisis

Dos hechos históricos ilustran cómo, aun en una coyuntura difícil, es posible fortalecer la institucionalidad democrática.

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Hay una fuerza innata en toda persona que la impulsa a ejercer su poder de autodeterminación, aunque la intensidad varía en cada individuo.

En el ámbito político —en lo que atañe a la organización racional del poder y, por ende, a una sociedad políticamente organizada—, se expresa en una lucha permanente entre libertad y autoridad, y en el anhelo colectivo de alcanzar más libertad frente al poder.

Una de las expresiones máximas de esa tensión se presenta en épocas de crisis, cuando la Administración Pública despliega, con toda su intensidad, las potestades de imperio o exorbitantes de derecho común y, por ende, recorta el ejercicio de algunos derechos fundamentales.

Hay dos hechos históricos que recuerdan que de una determinada crisis es posible fortalecer la institucionalidad democrática —sistema republicano— y proteger los derechos fundamentales. El primero ocurrió en nuestro país. El segundo, en los Estados Unidos.

Tres décadas de tiranía. Por primera y única vez en nuestra historia constitucional, la carta magna de 1871 estableció la Comisión Permanente del Congreso Constitucional.

Según el artículo 93, dicho órgano legislativo sesionaba durante los recesos del Poder Legislativo —que eran hasta de 305 días, pues las sesiones ordinarias duraban 60 días prorrogables a 90— y era nombrada por el Congreso Constitucional al terminar sus sesiones ordinarias (5 diputados).

Entre sus atribuciones estaba suspender el orden constitucional cuando el Poder Ejecutivo lo solicitara en los casos y en las condiciones determinados en el inciso 7, artículo 73 de la ley fundamental, esto es, por mayoría calificada de tres cuartas partes de votos presentes, en caso de conmoción interior o de agresión extranjera. La suspensión no podía exceder los 60 días.

Durante tres décadas —de 1882 a 1910— la Comisión Permanente del Congreso Constitucional suspendió 12 veces el orden constitucional, lo que conllevó la suspensión de los derechos fundamentales.

Cabe destacar que en dos ocasiones fue por causa del conflicto entre el Estado y la Iglesia. Una, por abuso de la libertad de imprenta, pues “ponía en grave peligro la paz en la seguridad del país”, otras, a causa de revueltas militares, y, en varias ocasiones, estuvo asociada a procesos electorales, en los cuales la Comisión era un instrumento poderosísimo para deshacerse de los candidatos de oposición y nombrar presidente de la República al aspirante oficial, tal como ocurrió en las elecciones de 1898 y 1906, o, entre otros, capturar y expulsar del país a los dirigentes políticos de la oposición, como aconteció en febrero de 1899.

Disolución. En setiembre de 1909, el Partido Republicano planteó la supresión de la Comisión Permanente, propuesta suscrita, entre otros, por el presidente del Congreso Constitucional, Ricardo Jiménez Oreamuno.

Una de las razones esbozadas fue que el citado órgano parlamentario fue “únicamente una salvaguarda de la tiranía y una amenaza para las libertades públicas”.

Después de un largo debate, el 6 de junio de 1910 se abolió esa nefasta institución y se consagró una de las normas que recoge una de las ideas más brillantes en nuestra historia constitucional, la cual forma parte de nuestra carta fundamental, en el inciso 4 del artículo 140.

En efecto, si bien este inciso concede como atribución del Poder Ejecutivo suspender las garantías individuales cuando la Asamblea Legislativa esté en receso, el decreto de suspensión equivale, ipso facto, a su convocatoria a sesiones, la cual debe reunirse dentro de las 48 horas siguientes —no dos días—, si no hay cuórum. Los redactores pensaron que era probable que los diputados de gobierno no se presentaran para mantener el decreto de suspensión.

La Asamblea debe reunirse al día siguiente con cualquier número de diputados —solo uno, incluso— y, si en el primer caso por mayoría calificada de dos tercios de la totalidad de sus miembros, y, en el segundo, por esa misma mayoría de los presentes no confirma la medida, se tienen por restablecidos los derechos fundamentales.

Arrestos ilegales. La Constitución de Estados Unidos consagra, en el artículo 1.°, Sección 9, inciso 2, que el recurso de habeas corpus no se suspende, salvo cuando en casos de rebelión o invasión la seguridad pública lo exija.

Durante la guerra civil el presidente Abraham Lincoln suspendió este recurso en ocho ocasiones.

La más extrema de las suspensiones autorizaba a los militares a detener a “todas las personas (…) culpables de cualquier práctica desleal”, lo cual permitió el arresto y encarcelamiento de, aproximadamente, 38.000 ciudadanos sin procedimientos ni revisión judiciales sobre la legalidad de esos actos.

En 1866, un año después de terminada la guerra, la Suprema Corte decidió ex parte en el caso Milligan que Lincoln había excedido su autoridad constitucional, pues el presidente no tenía potestad para suspender constitucionalmente el derecho de habeas corpus, incluso en tiempo de guerra, si los tribunales civiles regulares estaban abiertos y en funcionamiento (vea en share.america.gov “Las libertades civiles en tiempo de guerra”).

Más categórica es la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual sostiene que el habeas corpus y el amparo no son suspendidos ni siquiera en un estado de excepción (vea la opinión consultiva OC-8/87 del 20 de enero de 1987).

En un Estado de derecho, explica la Corte, “el ejercicio del control de legalidad de tales medidas por parte de un órgano judicial autónomo e independiente que verifique, por ejemplo, si una detención, basada en la suspensión de la libertad personal, se adecúa a los términos en que el estado de excepción la autoriza. Aquí, el habeas corpus adquiere una nueva dimensión fundamental”.

En pocas palabras, aun en tiempos de crisis, en un Estado social y democrático de derecho, continúan vigentes los valores fundamentales.

El autor es presidente de la Sala Constitucional.