Página quince: Leales al líder pero semileales a la democracia

Es preciso hablar también de las élites operadoras o ‘enablers’ de Donald Trump

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Joseph R. Biden y su compañera de fórmula, Kamala Harris, asumirán mañana el poder en Estados Unidos, tras un convulso período poselectoral colmado de esfuerzos del presidente saliente, Donald Trump, y sus aliados republicanos por revertir los resultados y deslegitimar a la nueva administración.

Tales esfuerzos generaron que un 82 % de los electores republicanos consideren que Biden no ganó de forma legítima (YouGov) y originaron la invasión del Capitolio, el 6 de enero, por una base partidaria presa de amplias campañas de desinformación e incitación a violar la última etapa del proceso de ratificación de la elección.

Los trumpistas habían decidido irrumpir en el Congreso para detener la ceremonia de conteo de votos del Colegio Electoral debido a los llamados de Trump a «recuperar el país» y a luchar para evitar un supuesto robo de la elección.

En una era de realidad alternativa e interpretaciones carentes de toda evidencia, no bastó una ventaja de 7 millones de votos de Biden sobre Trump, la certificación oficial de los resultados en todos los estados ni la declaración conjunta del Consejo de Infraestructura Electoral y los Comités Ejecutivos Coordinadores de la Infraestructura Electoral, que confirmaban la legitimidad de los resultados y el alto grado de seguridad que caracterizaron los comicios.

Tampoco fue suficiente la comunicación del fiscal general William Barr —firme aliado del presidente Trump— en la cual señaló que, tras varias investigaciones junto con el FBI, no hallaron evidencia alguna que pudiera cambiar los resultados electorales.

Mucho menos se dio cabida a las más de 60 resoluciones de las cortes estatales, federales e incluso de la Corte Suprema de Justicia, que, por falta de pruebas, rechazaron una tras otra las demandas que ponían en tela de juicio la validez de los votos por correo, la operación de las máquinas de votación y otros aspectos del proceso.

Tampoco valieron los informes de las misiones internacionales de observación electoral, como las de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa y de la Organización de Estados Americanos, o bien, la evaluación de más de 789 calificados expertos electorales convocados por el Proyecto de Integridad Electoral de la Universidad de Harvard para auditar la elección. Estos corroboraron que el conteo de los votos fue desarrollado de manera justa y que las elecciones se efectuaron en pleno acuerdo con la legislación de cada uno de los estados, rechazando con ello todo argumentos de fraude.

Factores subyacentes. Pero la violenta insurrección del 6 de enero no salió de la nada ni debería extrañar tanto. Es resultado, en parte, de la capitalización de la división político-electoral existente a causa de Trump y sus colaboradores y de la exacerbación del resentimiento de una base partidaria, que cree que su supervivencia identitaria se encuentra amenazada por la diversificación demográfica, cultural e ideológica crecientes en el país.

Por otra parte, se trata de la progresiva normalización de valores autoritarios en un contexto de reducción de la confianza política en las instituciones y del respecto de los mismos conciudadanos, así como de una mayor tolerancia al uso de la violencia en contra del opositor político, como lo señalan estudios de Five Thirty Eight.

Está claro que la decadencia democrática y la normalización de valores autoritarios trascienden la figura de Trump y sus sistemáticos ataques contra el Estado de derecho y el marco institucional en estos cuatro años. Hoy es preciso hablar de los actores que integran las instituciones, en particular las élites operadoras o enablers de Trump, que también atacaron a los medios de comunicación, atentaron contra la independencia de la justicia, obstaculizaron la rendición de cuentas o permitieron el beneficio personal en la función pública, pero que, además, llevaron hasta las últimas consecuencias la narrativa de fraude. Y es que las instituciones sobreviven mientras quienes las integran estén dispuestos a hacerlas respetar.

En palabras de Larry Diamond, hasta el más carismático de los demagogos no prevalece por sí solo, pues necesita cómplices partidarios que lo apoyen, o bien, que hagan la vista gorda en cuanto este viole los límites institucionales.

A este respecto, el concepto de semilealtad a la democracia acuñado por Juan Linz resulta relevante, pues se refiere a la disposición a promover, tolerar, cubrir, ignorar, excusar o justificar las acciones de los líderes que van más allá de los límites establecidos por el sistema. Razón también tiene David Frum al señalar que donde la democracia constitucional se ha perdido se debe en parte a los actores políticos que han irrespetado las reglas, pero también a los facilitadores y apaciguadores de dichos actores, incluido no solo su círculo de funcionarios, sino también el complejo de entretenimiento conservador (los medios y las redes sociales) y a los donantes que lo financian.

Muy pocos miembros de las élites republicanas han puesto algunas demarcaciones a los experimentos antidemócráticos de Trump, entre ellos el secretario de estado de Georgia, Brad Raffensperger, los miembros de las juntas electorales en varios estados, o bien, los jueces nominados por el mismo Trump, quienes no cedieron a las presiones del mandatario para cambiar los resultados de la elección.

También cabe mencionar al senador Mitt Romney, y más recientemente a los congresistas que se opusieron a objetar los resultados electorales el día de la certificación, incluido el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, así como los diez miembros de la Cámara de Representantes, liderados por Liz Cheney, quienes votaron a favor del segundo impeachment contra Trump por incitar la insurrección el 13 de enero. Igualmente, unos cuantos miembros de su gabinete renunciaron después de estos hechos, aunque no era de sorprender cuando faltaban solo unos días para que acabase la administración Trump.

Maniobras electoreras. Pero una gran mayoría de sus aliados continúa apoyándolo a pesar de sus transgresiones. Los ejemplos abundan. Unos 140 representantes y 6 senadores de su partido objetaron los resultados electorales a favor de Biden, aun después de los hechos de violencia cometidos por los insurrectos en su afán por bloquear la ceremonia de conteo de votos. Entre ellos, los flamantes senadores Ted Cruz (Texas) y John Hawley (Misuri), quienes se convirtieron en los operadores de Trump en el Congreso al liderar los esfuerzos para impugnar los resultados y devolverlos a las legislaturas estatales, a fin de congraciarse con las bases del trumpismo y en línea con las ambiciones electorales de ambos para el 2024.

A pesar de haberse graduado en las mejores escuelas de Derecho de los Estados Unidos y conociendo muy bien la legislación y el funcionamiento del proceso electoral en el país, prefirieron, por intereses propios, someter a prueba el sistema democrático y cuestionar erróneamente, al igual que Trump, la validez de los votos ya certificados por los diversos estados.

Paralelamente, en la votación del impeachment en la Cámara de Representantes, 197 republicanos (de un total de 207) votaron en contra.

Peter Navarro, asesor comercial de la Casa Blanca, a menos de una semana del traspaso de poderes, seguía afirmando en los medios que el presidente Trump había sido legalmente elegido para un segundo período. Y el senador Lindsey Graham, a pesar de un emotivo discurso la noche luego de la insurrección en el que marcaba un aparente límite a las acciones de Trump, no tardó recientemente en solicitar al Senado que no se lleve a cabo la destitución.

Y es que ahora muchos de ellos demandan —en favor de una supuesta reconciliación y unión en el país— evitar iniciar en el Senado el juicio político para destituir a Trump y posteriormente inhabilitarlo políticamente por su rol en la promoción de la insurrección.

La pregunta es, ¿qué interés real tuvieron ellos para evitar la división mientras difundían teorías conspirativas que cuestionaban la elección ante sus bases y deslegitimaban al futuro gobierno? Está claro que los constantes intentos por subvertir la democracia no solo por parte de Trump, sino también por sus habilitadores, los semileales de la democracia, no pueden quedar impunes.

Por el futuro de la democracia y de los gobiernos elegidos de forma legítima, como el de Biden, es necesario crear un precedente de rendición de cuentas y sanción con el objetivo de evitar que las acciones antisistema sean normalizadas y se tornen recurrentes.

El riesgo es que nuevos líderes, como Trump —con los mismos desvaríos autoritarios, pero quizá con mayor coherencia, talento o disciplina que él—, aparezcan en escena y sean esta vez exitosos quedándose en el poder gracias a los mismos operadores que por oportunismo o convicción decidan apoyarlos.

La barra de la democracia quedó muy baja. Si el sistema democrático pretende prevalecer, debe hacer reconocer la supremacía de las reglas del juego que protegen al sistema por encima de todo anhelo de poder e, incluso, de supuestas intenciones de reconciliación política.

tatibenavides@gmail.com

La autora es politóloga.