Página quince: La reforma del sistema no servirá de mucho en Cuba

Los comunistas siguen empeñados en que los resultados de todas las personas sean aproximadamente iguales, porque no se han dado cuenta de que los seres humanos son diferentes

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FIRMAS PRESS. El régimen cubano quiere hacer reformas. Eso está muy bien. La sociedad cubana es de una improductividad asombrosa. Comenzarán por la moneda. ¡Bien pensado! De nada sirve hacer reformas si el elemento esencial, el dinero, vale muy poco. Especialmente en el vecindario de Estados Unidos, donde reina su Majestad el Dólar, pese a que desde 1971 su valor se mide subjetiva y arbitrariamente. (En ese año, Nixon eliminó el respaldo del oro a la moneda estadounidense).

Los reformistas cubanos harían bien en mirar lo que sucede a escasas 90 millas de sus costas. Los exiliados, que se fueron azuzados por el espantoso grito de «no los queremos, no los necesitamos» han prosperado tremendamente.

En Estados Unidos, con matices, se hacen las cosas como se llevan a cabo en las naciones más ricas de la tierra.

Hablemos del 20 %. Unos pocos son «asquerosamente» ricos. Son billonarios. A otros les basta con tener varios milloncejos.

Hay muchos profesionales que están muy acomodados. Médicos, abogados, contables, banqueros, arquitectos. Casi todos tienen dinero en la bolsa de valores, segundas casas, y compran objetos de arte.

A ese grupo se suman los pequeños empresarios. Unos crecerán hasta hacerse grandes. Otros desaparecerán, pero en el camino habrán aprendido una lección provechosa que utilizarán en otro emprendimiento.

El 80 % restante forma parte de los tres grupos sociales medios, más los pobres que luchan por integrarse a ellos: el grupo medio más alto, el grupo medio-medio, el grupo medio-bajo y los pobres de solemnidad.

Afortunadamente, la movilidad social es tremenda en Estados Unidos. No hablo de «clases» porque es un concepto cerrado, del que se han apropiado los marxistas (y así les va).

Plan 8. Los pobres de solemnidad en Estados Unidos son quienes disponen de hasta $25.000 dólares anuales para una familia de cuatro personas.

Generalmente, son pobres con automóvil, televisión, aire acondicionado, calefacción, agua potable, electricidad, teléfonos, sellos de alimentación, protección policíaca, sistema judicial, escuelas y hospitales gratis.

Viven en proyectos del gobierno o en pequeños apartamentos subsidiados que, al menos en el sur de Florida, les llaman Plan 8.

20 y 80 %. Ese es el principio de Pareto. No es una ley de la naturaleza de obligatorio cumplimiento. Es un «principio», una «observación» que casi siempre se cumple.

Vilfredo Pareto fue un gran matemático de origen italiano que enseñó en una universidad suiza a caballo entre los siglos XIX y XX.

Se dedicó a averiguar la disparidad histórica entre los que tienen recursos y quienes carecen de ellos. En dondequiera que hay libertad para crear riquezas, surgen los inventores, los empresarios, la gente que se destaca por su afán de triunfar.

De familia acomodada. Al general Raúl Castro no le debe ser difícil entender el fenómeno. Su padre, Ángel Castro Argiz, que llegó de una aldea gallega en alpargatas, cuando murió, en octubre de 1956, dejó un capital de $8 millones (hoy serían más de 100), varios cientos de trabajadores, una finca de 30 kilómetros cuadrados, dotada de un cine que administraba su hija Juanita, una escuela y una estafeta de correo. Sin duda, Ángel Castro pertenecía al 20 %.

Hoy el principio de Pareto se ha transformado en una fórmula que se estudia en mercadeo y en casi toda actividad: el 20 % de las causas generan el 80 % de las consecuencias. El 20 % —más o menos— de los productos producen el 80 % de las ventas. El 20 % de los vendedores sostienen el 80 % de las ventas. Y así sucesivamente.

El problema que posee la observación de Pareto es que conduce a la desigualdad en la tenencia de ingresos. Quienes forman parte del 20 % reciben una enorme cantidad del dinero generado por la sociedad.

Eso es un anatema para los comunistas, empeñados en que los resultados de todas las personas sean aproximadamente iguales, porque no se han dado cuenta de que los seres humanos son diferentes, tienen diversos sueños y esperan una remuneración distinta, a veces de carácter emocional.

Lo anterior quiere decir que no se trata de reformar el sistema comunista, sino de cancelarlo y de aceptar con agrado que unos ciudadanos vivan mejor que la media.

No es cuestión de desaparecer las tres monedas o de que los niños o los adultos puedan tomarse un vaso de leche cuando les plazca y no cuando lo indique la planificación centralizada.

Se trata de preguntarles a los cubanos si quieren seguir en el comunismo o prefieren hacer sus transacciones como las llevan a cabo en los treinta países más prósperos del mundo. Esa es la clave.

Carlos Alberto Montaner es periodista y escritor, su libro más reciente es Sin ir más lejos (Memorias).