Página quince: La rebelión de abril tres años después

El caudillo decidió ir a elecciones sin reforma electoral y sin observación internacional, aunque signifique colocar a su propio gobierno al borde del abismo de la ilegitimidad

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

El estallido social del 18 y 19 de abril del 2018 en Nicaragua fue un parteaguas político. Marcó el principio del fin de la dictadura Ortega-Murillo, pero tres años después el país sigue aplastado bajo el Estado policial sin haber alcanzado la democracia.

La protesta convocada que demandó la salida de Ortega y elecciones anticipadas desató una verdadera insurrección cívica. Una nueva mayoría política, azul y blanco sin banderas partidarias, despojó al Frente Sandinista del monopolio del control político de las calles; sin embargo, no logró sacarlo del poder.

La dictadura institucional diseñada en el 2007 para gobernar sin oposición política respondió con la orden del «vamos con todo» de Rosario Murillo, y originó el peor baño de sangre de la historia nacional en tiempos de paz.

La matanza de abril y mayo, sumada a la Operación Limpieza perpetrada en junio y julio del 2018 por policías, paramilitares y activistas del FSLN dejó más de 328 asesinados, 1.600 detenidos políticos, centenares de lesionados y torturados y 100.000 exiliados. Crímenes de lesa humanidad que permanecen en la impunidad y colocan la demanda de verdad y justicia como un pilar inseparable de la demanda de democracia.

Al convertirse en una dictadura sangrienta, el régimen Ortega-Murillo perdió la viabilidad política. En 48 horas, colapsó su modelo corporativista de alianza con los grandes empresarios que, a cambio de ventajas económicas, durante una década, le otorgó legitimidad política para gobernar sin democracia ni transparencia.

Crisis terminal. Desde entonces, la dictadura atraviesa por una crisis terminal. Sin liberar a los presos políticos y restablecer las libertades democráticas no puede solucionar la crisis política —con tres años consecutivos de recesión económica y crisis social, agravada por el manejo negligente de la pandemia de la covid 19— y tampoco tiene un plan de reformas o sucesión.

Pero al atornillarse en el poder con el estado de sitio de facto y el respaldo de una sólida minoría política, armada y fanatizada, administrando razonablemente bien la macroeconomía, ha demostrado que no caerá por su propio peso ni por la presión internacional, sino que aún puede prolongar su agonía por algún tiempo, a costa del deterioro del país.

Para Ortega, no importa el largo plazo, sino únicamente el día a día. Su estrategia consiste en ganar tiempo, endureciendo el Estado policial con más policías y paramilitares, como ocurrió este domingo 18 de abril, para evitar que el pueblo se manifestara en libertad.

Adicionalmente, promete elecciones el 7 de noviembre, sin garantías de transparencia ni competencia política, en las cuales no estaría en juego el poder del FSLN para intentar volver al statu quo anterior al 2018 con los grandes empresarios.

La reforma electoral del FSLN no solo se aleja de la propuesta de consenso nacional que presentaron el Grupo Promotor y la resolución de la OEA, sino que además se subordina a las leyes represivas dictadas en el 2020 para inhibir a candidatos opositores.

La «reforma», además, mantiene intacto el control partidario del FSLN sobre el sistema electoral en unas elecciones que se realizarán bajo el control de la Policía Nacional, que dirige el mismo candidato a la reelección, Daniel Ortega.

---

Al pie del abismo. Para los que abrigaban la expectativa de que Ortega cedería a las presiones internacionales para evitar nuevas sanciones, el caudillo ha dejado claro que ya decidió ir a elecciones sin reforma electoral y sin observación internacional, aunque esto signifique colocar a su propio gobierno al borde del abismo de la ilegitimidad.

La legitimidad, de acuerdo con su propio cálculo político, no proviene del aval de la OEA, sino de la participación de, cuando menos, un sector de la oposición en las elecciones, junto con los partidos colaboracionistas, aunque estas no cumplan con los mínimos estándares democráticos internacionales.

Dividida entre la Alianza Ciudadana y la Coalición Nacional, y sometida al chantaje de las casillas electorales de los partidos Ciudadanos por la Libertad (CxL) y Restauración Democrática (PRD), la oposición enfrenta el dilema de ir o no a elecciones sin garantías o rechazar la oferta de Ortega, y presentar en un solo frente político para presionar un cambio en las reglas del juego.

Es improbable que se logre la unidad en un solo bloque en los próximos 60 días. La única alternativa es la unidad en la acción de todas las fuerzas opositoras y los precandidatos presidenciales que coinciden por lo menos en tres puntos: la demanda de suspensión del Estado policial, elecciones libres con reforma electoral democrática y sacar a la dictadura del poder.

Hay que descartar la premisa equivocada de que la reforma electoral se producirá como resultado de las presiones de la OEA, Estados Unidos y la Unión Europea, o que Ortega modificará su propuesta de reforma electoral, negociando con los partidos zancudos. Solo la presión nacional y el relanzamiento de la resistencia cívica en las nuevas circunstancias de represión puede arrebatar al régimen la suspensión del Estado policial y una verdadera reforma electoral.

Oposición dividida. Según todas las encuestas, ninguno de los ocho precandidatos de la oposición a la presidencia tiene la ventaja para ganar una elección con la oposición dividida. Ciertamente, hay candidatos mejor posicionados que otros frente a Ortega y sus competidores, pero ninguno tiene el arrastre político para imponerse de forma abrumadora en un contexto de división opositora.

Por el contrario, la aritmética política confirma que varios de los ocho podrían vencer a Ortega si hay una alianza opositora, aun sin condiciones democráticas, pero ninguno derrotará a la minoría del FSLN con la oposición dividida.

La rebelión de abril aún tiene la oportunidad de sacar a Ortega del poder y desmantelar la dictadura por la vía pacífica, no sin antes desatar el nudo que está impidiendo la unidad nacional.

Lo que está en juego en Nicaragua es la disputa entre dictadura y democracia; sin embargo, en la oposición, hay una pugna de control por el poder que se pretende disfrazar como diferencias ideológicas, de izquierda y derecha o incluso de valores religiosos.

Si prevalece el sectarismo de las élites políticas, empresariales y eclesiales, es inevitable que se consume la división de la oposición. Mientras, con la maquinaria del FSLN, Ortega puede permanecer en el poder por algunos años más, después de la elección, aunque el país se desplome en el precipicio de la crisis económico-social.

En cambio, si los líderes de estos tres sectores —el partido CxL, los grandes empresarios y los obispos de la Conferencia Episcopal— asumen el riesgo de apoyar la unidad en la acción de la oposición para salir de la dictadura, el único temor que deben conjurar es el mal menor de la incertidumbre del cambio democrático.

carlosf.chamorro@confidencial.com.ni

El autor es periodista nicaragüense.