Página quince: Entre granjas y granjerías

A algunos les gusta torcer el significado de ciertas palabras para probar que hay una gente más igual que otra.

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Granjas siempre hubo por todas partes y van escaseando. El groote schuur (granja grande, en África del Sur) recuerda el famoso hospital donde el Dr. Barnard (1922-2001) practicó el primer trasplante de corazón.

Y escribo prácticamente desde mi Granja: un barrio de San Pedro de Montes de Oca, que, lejos de recordar algún prócer, nos indica que por allí hubo un establo, cuatro vacas, cerdos y gallinas.

Deberían reconstruir la historia de ese sector para que los jóvenes no piensen que los huevos crecen en el supermercado por generación espontánea.

Pero, en mi comentario, procuraré evocar otra granja, salto para el cual Eunice Odio me da permiso: “A mí ese asunto de las identidades nacionales me hace gracia (…) que el artista es del mundo y no de un país”.

La obra de arte no queda atrapada en un límite físico, la geografía de un estrecho dudoso. Armado de ese escudo, me atrevo a ir aún más lejos: tampoco encarcelemos el arte en tal o cual época y ya: en ambas dimensiones, la del tiempo y el espacio, el arte, el bueno (el malo se llama pacotilla), trasciende y traspasa.

Fábula ingeniosa. El librito clásico Rebelión en la granja, ya desde el título original Animal Farm (Granja de animales), denota que George Orwell (1903-1950) fue prudente al insinuar, y con razón, que fracasó las tres primeras veces que trató de publicarla (cosa de darnos ánimo, por estas latitudes de aldeanismo).

Una obra periodística o artística nace como texto en un contexto. Esta era, en primera instancia, una sátira virulenta contra el régimen estalinista que nadie durante la Segunda Guerra Mundial se atrevía a señalar ni con el dedo meñique.

Recordemos en estos precisos días lo heroico del Ejército Rojo liberando Auschwitz, hace 75 años: ¡Británicos y rusos aliados contra el ogro nazi!

Cuando se gestó esta obra de arte, en 1943, en medio de los bombardeos (con la V de Vergeltung, revancha) los nazis querían doblegar a los británicos. Pero, lúcido por haber sido voluntario en la España republicana, en Orwell germinaba la idea de una gran metáfora.

No deja de ser significativo que en esos meses terribles montó para la BBC obras como El emperador desnudo (el cuento de Anderson, pero basado en relatos árabes). Difícil imaginarnos, ahora, el tremendo petardo que lanzó en el Reino Unido, para entonces todavía tan victoriano (se alude más lejos a la reina, pero Los Beatles llegaron décadas después a romper esquemas). La guerra siguió su curso hasta mayo de 1945.

Los camaradas. Tan sencilla y humana, la vivencia se nos escenifica entre perros, gallinas, palomas, ovejas, vacas y demás. Todos con nombre muy british: Jessie, Muriel, Benjamin y Mollie, “la bonita y tonta yegua blanca”.

Pareciera que asistimos de nuevo a una escena justiciera como en el Gran teatro del mundo, calderoniano, pero no. Tampoco es otra vez La vida es sueño, sino un texto que actúa como catalizador de lo que irá germinando: la reacción vindicativa de los animales contra el dueño explotador y borracho.

Podríamos ver una simple parodia en aquello si no fuera porque en el discurso de Mayor, un cerdo viejo y obeso, se recurre al ritornello de “camaradas”, palabrita bastante inusual en el medio, pero a nosotros ya nos revela otra cosa, concretamente en el registro verbal de la entonces llamada URSS.

¿Miel sobre hojuelas en ese paraíso terrenal? La pacífica “granja animal”, por el arte constructivo y ciertos giros verbales dignos de recordar, plasma una virulenta sátira del todavía entonces pujante régimen soviético, ahora todavía con epígonos en Venezuela y Nicaragua.

Trascendencia. Pero, como he señalado al principio, las buenas obras artísticas trascienden montes y valles. Para abrir los ojos de nuestra juventud a lo de fuera, en cualquier parte, en lecturas para secundaria, yo no dudaría en recomendarla para mostrar que una cosa es el socialismo democrático y otra, muy distinta, la manipulación totalitaria como la que vemos en esta brillante Rebelión en la granja.

Pero vuelvo a la granja local: con las “lecturas” posmodernas que van surgiendo por doquier, charita, no faltará algún ingenuo para pontificar que esa obra de Orwell constituye un atentado contra nuestros animalitos, cada vez más caseros hasta amarrar al hombre afuera.

El gran escritor inglés termina lacónicamente confundiendo adrede las categorías: “Los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre y del hombre al cerdo; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro”. El mensaje central es fuerte, patético y aplicable, sí, señor.

Porque ojo: en una granja local, en particular por donde era la vieja universidad, pareciera que también se traman granjerías en el preciso sentido de la novela inglesa. “Se las traen”, como decían antes por estos lares. ¿Los gustitos?, vengan para acá; los privilegios de clase, muchas gracias. Cómo no, una magistrada lo subrayó desde su paladar: para ella no puede haber límites.

Leguleyadas. ¿Lo moral y lo legítimo? Pamplinas frente a la letra de lo legal, dogmático y eterno hasta que les dure la pensión. Y, claro, como en la obra del inglés, los implicados se hacen los rusos.

Aquí y ahora, no se me escabulle, al igual que los camaradas (y al final hasta se alude a magistrados) lo proclaman: todos somos iguales ante la ley, sobre todo algunos. Habría gente más igual que otra.

Como en el precioso volumen, entre retórica y silogismos leguleyos de alto copete, aun declarándose legales, legalistas e igualiticos, ponen peros y palos ante el resto, común de mortales que somos.

Ergo, se autoeximen, en autoservicio: ¡Qué rico! Viva jauja. Nunca había visto un editorial de mi matutino (vea el brillante análisis del 16 de enero) con tanto florido lenguaje en torno a lo ladino: desde lo “tortuoso” de los “intocables” hasta la “distorsión” y la “contorsión”.

La expresión orwelliano consiste ahora, precisamente, en conocer y denunciar cómo a alguna gente —aquí a todo un gremio— le gusta torcer el significado de palabras. Vaya. La cobija no da para más y se ve: si no hay pa’ todos, hay patadas. ¿Hasta cuándo?, lo gritó Cicerón.

valembois@ice.co.cr

El autor es educador.