Página quince: El ICE me convirtió en un miserable arborícola

La suprema incompetencia de una institución a la que pago, mes a mes, para que me torture

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Aquí, todas las instituciones y empresas fallan o, para ser justo y acercarme más a la verdad en el tétrico reino de las noticias falsas, casi todas: las privadas y, especialmente, las estatales, que, por ser del “pueblo”, no son de nadie.

Durante muchos años he permanecido fiel al ICE, no porque yo lo ame o lo crea merecedor de las “tres bes”: bueno, bonito y barato. He seguido con él por la gigantesca molestia e innumerables cabreos que me ocasionan la burocracia, algunos burócratas con sus actitudes displicentes, la perversa tramitomanía, las colas, las ventanillas, las absurdas instrucciones, los enrevesados formularios, el irritante tercermundismo, las horas de mi vida para siempre perdidas…, y eso es lo que habría padecido, si hubiera decidido cambiar y contratar los mismos servicios (Internet, y telefonía fija y móvil) con otra entidad. En fin, una cuestión de carácter, de mi carácter.

Masoquismo estúpido. Un buen día, cansado ya de aguantar el pésimo servicio de una empresa de televisión por cable —privada, no estatal—, rompí mi relación con ella y, como si se tratara de esos terribles círculos de agresión, donde las víctimas van hundiéndose, cada vez más, en su maldito infierno, fui corriendo a echarme en los brazos del ICE. (¡Un masoquismo estúpido o una estupidez masoquista!; para el caso, da lo mismo).

Y es que, como lo hizo el presidente Abel Pacheco —exactamente igual—, el honorable Instituto anunció su hora del abrazo con un deslumbrante “Triple Play Ka TV”: Internet, telefonía, televisión avanzada por cable, velocidad intergaláctica, fibra óptica incluida. Solo le faltaba ofrecer una conexión directa con la Estación Espacial Internacional. ¡Genial! Así, precisamente, me han gustado siempre las cosas en la vida: por todo lo alto, a lo grande, sin andarse con chiquitas, ¡a lo bestia!, como Dios manda. Y, claro, me dejé abrazar en abril del año pasado. De idiotas está lleno el mundo, y ahí estoy yo entre ellos. Sí, yo. ¡Qué herencia tan ruin y vergonzosa para los míos!... ¡Perdón!

Historia horrible. Mi historia reciente con la gloriosa entidad es horrible, traumática. El ICE me ha abrazado ahora como nunca. Tanto me ha abrazado y sigue abrazándome que abrasándome estuve de rabia y encono desde el pasado lunes 27 de enero: hacia las 2 de la tarde de ese malhadado día, quedé aislado, fuera del globo terráqueo. Solo. Dramáticamente solo. Ni Internet, ni correo electrónico, ni televisión. Absolutamente nada de nada. No tener contacto con la realidad, ni la de aquí ni la de allá, no poder hacer lo que debes hacer o te gusta: comunicarte con alguien, informar, contestar, resolver, tramitar, pagar, transferir, trabajar, explorar, investigar, enterarte, cultivarte y mil cosas más… La ausencia de todo eso es la negación misma de la propia existencia.

Según la tesis de algunos filósofos, el ser del hombre consiste, necesariamente, en ser-en-el-mundo y ser-con-otro. Así que el concepto mismo de hombre, excepto que se quiera dejar de serlo y enconcharse como un caracol, implica esas dos aperturas o salidas: hacia lo que le rodea y hacia el prójimo. También hacia la trascendencia. En suma, desde el lunes 27 no fui hombre gracias al ICE. ¡Chapeau!

Un viaje al pasado. Rectifico: en cierta manera, sí fui hombre. Claro que lo fui, aunque convertido, por obra y gracia de tan egregia institución, en un espécimen muy singular. En pleno siglo XXI me metieron a la fuerza en un túnel del tiempo y me trasladaron al mundo de los ancestros cavernícolas. Qué digo…, no, mentira: me llevaron a una etapa muy anterior y acabé saltando de rama en rama, de risco en risco, junto con nuestros antepasados arborícolas, impúdica entrepierna al viento, sin hoja de parra, sin civilizados tabúes ni nada de que ruborizarme.

¡Un miserable, desgraciado y pobre arborícola! En eso, ¡maldita sea!, me convertí durante ocho días no por propia voluntad, sino por la suprema incompetencia de una institución a la que pago religiosamente, todos los meses, para que me torture. Ocho espantosos días, pues el 4 de febrero, hacia la 1 de la tarde, terminó el suplicio. Al volver la vista atrás, maldigo la hora en que me puse la daga en el cuello.

Pero la verdad sea dicha: no hay mal que por bien no venga. Eso de sentirse inmerso varios millones de años atrás no es moco de pavo ni se le aparece a nadie todos los días. No cualquiera puede experimentar emociones tan intensas, ancestrales y prístinas, tan puras, salvajes y atrasadas. Una excelente recreación del mito del Bon Sauvage que encumbraba el despistado Rousseau. Un espeluznante viaje al pasado, que no al futuro. Así que, fuera de toda mezquindad, en ese aspecto dejo plasmada aquí mi imperecedera gratitud al Instituto Costarricense de Electricidad, al ICE, sí, loor, enseña y orgullo de Costa Rica.

Utópica compensación. Como compensación, aunque ridículamente pequeña, del gran perjuicio causado, querría que los infrasubdesarrollados días in albis decretados por esta laboriosa entidad estatal no me los cobrara, pues nada hay que cobrar. Y que me indemnizara. Por supuesto, nada de eso sucederá. Pero lo que sí me encantaría es que el ICE entero sufriera mil quebraderos de cabeza y cargos de conciencia, y un ataque de nervios y estrés de pronóstico reservado, por la perra, perrísima, vida que me infligió durante las abominables y eternas 192 horas, a las que sobreviví heroicamente. Y, semejante a mí, la legión de abonados, sumidos en la desesperación, que no paran de quejarse por este despiadado y sádico victimario.

Nada ocurrirá, pues la perínclita institución se pasa todo por el forro: la competitividad, la eficiencia, los tiempos de respuesta, la satisfacción de sus clientes… ¿Clientes?... Uno más o uno menos… ¡a quién puñetas le importa! Y es que, si las cosas le van mal o las cuentas no cierran y son deficitarias —que es lo usual, lo de siempre—, para eso estamos todos aquí, como corderos al matadero: para pagar el pato y sacarle las castañas del fuego.

¡Adelante! Se me olvidaba: ¡Adelante, muchachos! Gracias a vuestro descomunal aporte al desarrollo actual del país, sois un magnífico ejemplo de eso que algunos llaman ranciamente “hacer patria”. Vais bien, vais bien… De verdad que vais bien: “Con diez cañones por banda,/ viento en popa, a toda vela,/ no corta el mar, sino vuela/ un velero bergantín”, como decía Espronceda. ¡Felicidades!...

¡Larga vida al ICE!...

smanzanal@ice.co.cr

El autor es filósofo.