Página quince: Cuando no se sueña más

Nos falta humildad para reconocer que los unos sin los otros nos hundimos en el fracaso.

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Leer las noticias de estos días sobre Latinoamérica y haber sido testigo de tantas huelgas en nuestro país, deja una sensación de sinsentido en el alma. Las luchas descritas en los medios dejan la impresión de que la visceralidad y la falta de razón navegan con pretensiones aberrantes, los intereses mezquinos se hacen evidentes sin ningún tipo de vergüenza o remordimiento, y nos sentimos impotentes para continuar con normalidad nuestras vidas; sea porque nos lo impiden, sea porque la sensación de frustración nos invade.

Es posible dar muchas explicaciones a los fenómenos políticos, sociales o económicos generadores de tales reacciones, pero en el núcleo hay una razón esencial: no hemos vuelto a soñar, a tener deseos de crecer hacia algo más noble y bello de lo que somos.

Lo apenas dicho no es un pensamiento romántico, sino una constatación existencial. Poco a poco se nos ha hecho creer que soñar es desear poseer una mercancía, un bien tangible y perfectamente diseñado por el mercado. Nada más alejado del deseo de soñar nuevos mundos y relaciones humanas. Nos hemos encerrado en fútiles ideas que desaparecen como paja que levanta el viento. Tener lo necesario para vivir es esencial, tener algo más para disfrutar la vida no es algo malo en sí. Sin embargo, el deseo que invade nuestras vidas es de otro talante porque está cimentado en lo más ruin y bajo de nuestra humanidad: el egoísmo que nos empuja a la simple supervivencia y a la predominancia del más fuerte.

Mientras la competencia salvaje nos impulsa a ser agresivos con otros, el espacio de la privacidad se convierte en el único remedio para la ansiedad. Con todo, la ansiedad por buscar horizontes nuevos, declarados imposibles hoy, no se puede superar si no es por medio de subterfugios consumistas e indolentes. Todos padecemos de ese síndrome, porque en el mundo de la era digital nadie se libra de ser atacado y destruido. Los demás se nos han vuelto incómodos y molestos, pues recibimos de ellos lo mismo que damos: muestras de intolerancia, indiferencia y opresión.

Fuerza creadora. Sin sueños no hay inclusión, ni participación. Los sueños son nuestra fuerza primordial para construir comunidad y unión. Lo son porque los sueños son abiertos, nunca se cierran en historias completamente diseñadas. Los sueños no son ensoñación, sino expresión de un anhelo que nace de la insuficiencia de lo real para colmar nuestras expectativas. Tampoco son meras utopías; son visiones que ayudan a ensanchar el horizonte y a descubrir las innumerables posibilidades que hay en nosotros y en los otros. Por eso, el sueño, para que sea auténtico, debe transformase en comunicación, diálogo y coordinación. Soñar puede tener un origen individual, pero para concretizar un sueño en la realidad no basta la simple persona. De allí que la búsqueda de ayuda se vuelve normal y necesaria.

Empieza el sueño, pero ¿cómo acaba? Eso no ocurre, mientras más se sueña, más posibilidades hay de que otros aporten nuevos desarrollos a ese sueño, que incluso lo superen con creces. Al compartir esta visión con otros, ellos son capaces de modificar, cambiar, corregir o, incluso, proponer sueños alternativos con otros principios y fines. Tener tal capacidad de ver el mundo desde otra perspectiva se asemeja a un crisol, donde el metal hecho líquido se funde con otros materiales que ayuden a una estructura humana sólida, estable y duradera.

En este punto, surge una pregunta obligatoria: ¿Qué hace que un sueño no sea un ensueño? La primera cosa es la vinculación con la realidad. Quien sueña en mundos o sociedades alternativas se radica en la realidad y busca comprenderla. Quien ensueña se refugia en la fantasía, pero no tiene en cuenta las personas que tiene delante.

Es esencial reconocer que la realidad enfrente de nosotros tiene un carácter objetivo, aunque esté entretejida por subjetividades, deseos, aspiraciones, motivaciones y comprensiones de la vida diversas, antagónicas o ambiguas. Sin embargo, está allí, como un mapa por descifrar. La ensoñación es otra cosa, es la artificialidad del propio deseo, que quiere un cambio de la realidad sin respetarla porque la imposición es su norte.

Anulación del humano. La segunda cosa que distingue el sueño de la ensoñación es el uso y opción de una racionalidad comprometida con el otro. Se puede ser totalmente racional y lejano de toda humana criatura. La ensoñación busca el perfeccionamiento, la idealidad moral, la perfección en el proseguimiento de las reglas y leyes, pero se olvida del ser humano, de su historia, de sus capacidades y de sus límites.

La ensoñación busca el paraíso imaginado por ella, no aquel que es construido por un ideal compartido y curtido por el discernimiento con otros. La ensoñación no necesita estar comprometida con los demás, se basta a sí misma. Por esta razón, la ensoñación es muy destructiva porque no reconoce el bien que aportan las otras personas, sino que amplifica sus defectos formales, creando un círculo vicioso que provoca a su alrededor tristeza y produce un sentido enajenante de “pecado” en los demás. Sí, la ensoñación juzga, declara, critica y condena. La ensoñación nunca alaba, no considera otros pensamientos loables, ni promueve a ir más allá de ella.

La tercera cosa es la que la ensoñación excluye a otros porque se considera autosuficiente. Pero el sueño, por reconocerse incompleto y lleno de vacíos, da espacio a otras opiniones, criterios y estrategias. Tener un sueño implica compartirlo para que sea dialogado, intercambiado, mejorado o simplemente reestructurado. En el sueño, el otro es fundamental porque sin él nos encontramos desvalidos y tentados a ser del sueño un ensueño. La consecuencia es que el soñador —en la tradición bíblica, un profeta, un proponente—, en su devaluación ensoñadora, termina transformándose en un impositor de letargos fantasiosos y ineficaces. Un necio en la tradición sapiencial bíblica.

Vanagloria. La ensoñación es muy peligrosa, aunque demasiado común, porque nos aleja los unos de los otros. Pero no hay que menospreciar su atractivo y seducción. El ensueño parece totalmente lógico, pero no es real, es solo ideologismo —en el sentido más despectivo del término— que sirve solo para alimentar la vanagloria de los que lo sostienen. Vivir de ensoñación es fácil y nos llena a la vanagloria del poder. Vivir de sueños nos enseña a ser humildes y a reconocer el papel que los otros desempeñan en nuestra vida.

La cuarta cosa, tiene que ver con el acercamiento racional con la realidad. Quien ensueña vive de la estética palaciega, y piensa que ella nos dará la salvación. Quien sueña reniega de las respuestas estéticas fáciles y reinventa el modo de hacer una nueva estética que sea significativa y comunicativa. La ensoñación privilegia la tradición per se, como si ella garantizara la salvación. El soñador asume la tradición para recuperar de ella la provocación y la posibilidad del cambio. No tiene sentido negar la tradición para el soñador, pero hacer de ella un ídolo en la ensoñación significa negar la vitalidad que ella tiene en el sueño y en el soñador.

Tal vez el lector agudo ha entendido que, cada vez más, en el discurso expuesto, se ha pasado del sueño al soñador. Esta forma de expresarse no es casual porque muestra una convicción. Quien vive de ensueños solo reproduce, limita y condena, sin importar a qué realidad se refiera. El que sueña es una persona más activa, que va más allá de lo inmediato, aunque considere que lo dado es el caldo de cultivo para lo que será el futuro.

¿Cómo actuar sin el discernimiento de los demás para crear una orientación para el avenir? El que ensueña solo piensa en sí mismo, el soñador se deja ayudar para completar lo que no está acabado porque lo considera dinámica histórica. El ensoñador frena la libertad, el soñador la goza y la propone como camino de comunión.

Al final, lo que nos resta es la libertad, que no significa ensimismamiento egoísta y aleatorio. Libertad es sinónimo de responsabilidad y de comunidad. Está claro que, en un mundo como el nuestro, donde esta sinonimia no es evidente, sino evitada, nos resulta difícil recomponernos como seres humanos.

Al inicio de su predicación, Jesús dijo que tenemos que convertirnos (en griego, metanoew), es decir, cambiar nuestra forma de pensar el mundo y las relaciones humanas porque, si Dios está cercano a nosotros, ¿cómo no atreverse a ser diferentes y a dejarse ayudar de otros? Hoy, más que nunca, debemos hacer la diferencia: tenemos las herramientas y las normas; nos falta humildad para reconocer que los unos sin los otros nos hundimos en el fracaso.

frayvictor@me.com

El autor es franciscano conventual.