Página quince: Costa Rica quiere dialogar

Los costarricenses estamos cansados de la polarización y la toxicidad de la conversación nacional.

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La desconfianza es la sensación desagradable experimentada cuando el desconocimiento con respecto a algo o alguien nos hace sentir inseguros o vulnerables. Defensivamente, llenamos el vacío de información con anticipaciones y cálculos, y no pocas veces con prejuicios, que cimientan los peores pronósticos.

Es una estupenda habilidad evolutiva cuyo fin es sortear peligros, pero que, socialmente —y esto nos lo advirtió Hobbes hace centurias—, si supera un umbral razonable conduciría a la guerra civil porque la confianza es el oxígeno de toda comunidad, porque nos es imprescindible para cooperar unos con otros, porque el recelo aísla, eleva la agresividad y dificulta la convivencia pacífica a que aspira la democracia.

La confianza interpersonal está sostenida por el conocimiento del que disponemos sobre los otros, sobre la base del cual suplimos la falta de información que siempre existirá en toda relación. Se alimenta de la solidez de ese vínculo que nos hace creer, descartar o dar el beneficio de la duda cuando se nos dice algo de alguien.

Por diversidad de motivos, relacionados con la estresante complejidad de la vida moderna, el desarraigo urbano, el debilitamiento de los partidos políticos y, en general, del tejido asociativo en las sociedades, los costarricenses nos hemos vuelto cada vez más desconocidos, extraños unos de otros.

Identidades tribales. Además de los factores enumerados, pesa el tener hoy una mayor población, que esta sea más plural (no solo como resultado de la globalización cultural, sino también de la aparición de nuevos sujetos de derechos) y que cuente con más medios para expresarse. Paradójicamente, el tener a mano, como nunca antes en la historia, herramientas a través de las cuales expresar y difundir nuestros pensamientos podría estar favoreciendo nuestra incomunicación, al galvanizar identidades tribales y suplir con caricaturas de los otros el natural desconocimiento que siempre existe entre los distintos grupos de una sociedad.

Así, conforme las grandes ideologías políticas se fueron desdibujando, rasgos identitarios más personales y tribales se han colocado en el centro de las divisiones entre quienes convivimos en estos 51.000 kilómetros cuadrados. Quienes somos capaces de vibrar y abrazarnos con desconocidos que andan puesta la roja cuando la Sele gana un partido, somos también capaces de insultarnos en las redes sociales cuando percibimos cuestionamientos a nuestra identidad y a nuestras opiniones más arraigadas.

La cuestión de la identidad es central. Cuando desarrolló la teoría del choque de civilizaciones, Samuel Huntington dijo que la identidad aumenta los extremismos porque amplifica la sensación de que de un lado estamos “nosotros” y, en el lado opuesto, “los otros”; aquí, los que tienen la razón y allá, los equivocados. La visión dicotómica de la realidad se exacerba. Preponderancia de la identidad que se conjuga, malamente, con el fenómeno de atomización de la sociedad, si no causado, sí promovido por los algoritmos “moderadores” del debate público. “Lo único peor que el narcisismo individual, es el narcisismo grupal”, asevera el fraile franciscano Richard Rohr.

Muros mentales. Así, nos hemos ido partiendo en facciones con miradas distintas sobre la religión, la moral, las costumbres, la migración, el comercio internacional, el gasto público, los impuestos, los derechos humanos, la educación, el medioambiente, el límite exacto donde termina el poder del Estado frente al individuo o qué significa la igualdad ante la ley. Más que ideas, nos separan creencias y dogmas. No es lo que pensamos, sino lo que somos; y disparamos a los mensajeros porque no nos interesa o no sabemos cómo enfrentar el mensaje.

El resultado es una creciente incapacidad de escuchar, de dudar de nuestras propias premisas, de ponernos en los zapatos de la otra persona. No cabe duda de que es mucho más lo que nos une que lo que nos diferencia, y esto último, lo que nos diferencia, nos enriquece como sociedad. Pero, en lugar de contribuir al enriquecimiento de nuestra idiosincrasia, el conflicto identitario está saboteando la capacidad de ponernos de acuerdo y de colaborar en la solución de los problemas.

Preocupados por ese escenario, un equipo inspirado en la charla “¿Qué pasó cuando emparejamos a miles de extraños para hablar de política?”, presentada en el TEDSummit 2019 por Jochen Wegner, editor en jefe del semanario Die Zeit de Hamburgo, llevamos a cabo un proyecto piloto similar.

Dentro del espacio para un taller de democracia y gobernabilidad en la cumbre de Singularity University, celebrada en Costa Rica los días 19 y 20 de febrero, reunimos a personas con creencias y visiones muy distintas para que se conocieran y conversaran sobre temas sensibles.

El grupo cogestor se fue armando orgánicamente, primero por Álvaro Cedeño, Abril Gordienko y Gustavo Román. En pocos días, conforme fueron surgiendo necesidades complementarias, se nos unieron Steffan Gómez, Roberto Echeverría, Adriana Fernández y Javier Ballesteros. Cada uno cumplió una función, de acuerdo con sus habilidades, para dar forma a un proyecto que, de tener éxito, confirmaría nuestra intuición: los costarricenses estamos cansados de la polarización y la toxicidad de la conversación nacional.

Con la experticia de Steffan, investigador del Estado de la Nación, preparamos un cuestionario y, junto con la invitación, lo lanzamos en las redes sociales. El único requisito para participar era responderlo, lo cual facilitó emparejar a los voluntarios según sus posiciones en temas polarizantes. Tuvimos una estupenda convocatoria, de unas 30 personas, a pesar de que la actividad era entre semana, en horario laborable y en un sitio no céntrico. Los asistentes llegaron puntuales y con una muy buena actitud. Con disposición para abrirse y exponer sus ideas, y también para escuchar y tratar de comprender al otro.

Sin memes o emoticonos. El resultado del taller fue sumamente positivo. Tras la presentación y una breve conversación sobre la vida y gustos de cada persona, las parejas debían conversar durante una hora sobre un tema del cual opinaban diferente. Después, nos organizamos en grupos y el último segmento de la actividad fue una conversación entre todos. Siempre primó el respeto. Fue conmovedor ver la sala llena de parejas con posiciones encontradas sobre asuntos sensibles conversando, viéndose a los ojos, sin necesidad de alzar la voz y sin sustituir los argumentos por burlas, insultos, memes o emoticonos.

La experiencia fue generosa en lecciones, pero las principales conclusiones del taller fueron las siguientes: conversar en persona y conocerse un poco antes de empezar a tocar los temas delicados ayudó a construir empatía y respeto; fue valioso hablar con personas concretas en lugar de asumir como interlocutora a una “etiqueta” genérica; la metodología empleada permitió descubrir muchas cosas en común a quienes creían no compartir más que la nacionalidad. Bajo el entendido de que el sentido del ejercicio no era convencer al otro, hubo, a pesar de ello, personas que cambiaron su forma de pensar tras encontrar puntos válidos en sus parejas y, cuando no fue el caso, la ocasión se prestó, por lo menos, para incorporar las perspectivas y preocupaciones del otro con respecto al asunto en cuestión. No solo dialogaron fluidamente personas con formas de ver las cosas diametralmente opuestas, sino también de edades y otras condiciones muy distintas, ninguna de las cuales resultó ser un obstáculo insalvable para la comprensión. Sin duda, la predisposición de quienes nos acompañaron fue determinante. “Todos estamos aquí porque tenemos un interés común: queremos este país, nuestra casa”, comentó un participante.

Como muchos, quienes impulsamos la iniciativa nos sentimos agobiados por la toxicidad que está adquiriendo el debate público en el país. En los espacios institucionales, en los medios y en las redes sociales. Sabemos que no conduce a nada. Que nos distrae de los enormes desafíos sociales; retos que, si vivimos juntos, juntos tendremos que resolver. Dicho de la forma más sencilla, el clima de crispación es un mal negocio para el país. Quizá haya quien obtenga rédito de ello. Quizá haya quien lo esté incentivando por intereses inconfesables, pero la tensión asociada al conflicto permanente no es agradable para nadie.

La concordia y la mutua aceptación son experiencias gratificantes para los seres humanos en general, y los costarricenses, particularmente, hemos construido nuestra identidad nacional en torno a valores de civilidad y tolerancia. Por eso tenemos la convicción de que, en el fondo, anhelamos dialogar con empatía y respeto. Y, por eso, soñamos con que este haya sido el primer paso de algo más grande y ambicioso en esa dirección: la de volver a poner a los costarricenses a conversar con cordialidad cívica y fraternidad genuina. En palabras de Arlie Hochschild, afamada socióloga de la Universidad de Berkeley, que un día decidió dejar de teorizar sobre “los otros” y se atrevió a ir a conocerlos y a hablarles cara a cara: “En los corazones de casi todos, hay más espacio para comprender a los demás de lo que pensamos”.

Abril Gordienko: activista cívica.

Gustavo Román: abogado.