Página quince: Condenados a entendernos

Abolir el Ejército no nos convirtió en un pueblo pacífico ni resolvió nuestras diferencias.

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La conmemoración de la abolición del Ejército este año será diferente. Más celebrada —creo—, dado el contexto latinoamericano. Ya es patente un nuevo militarismo en la región. Los Ejércitos han vuelto a ser actores decisivos de la confrontación política y, por consecuencia, los gobiernos, sobre todo aquellos para los que la alternancia no es un valor muy preciado, se han empeñado en fidelizar partidariamente a las fuerzas armadas.

Dejemos de lado los casos más clamorosos, Venezuela y Nicaragua, donde el Ejército está dedicado al sicariato de Estado, en defensa de gobiernos sin siquiera legitimidad democrática de origen. Consideremos otros ejemplos: en Perú, en la máxima tensión entre el Ejecutivo y el Parlamento, en la que se desconocieron recíprocamente su autoridad, fue el apoyo de los militares a Vizcarra lo que desempató el bloqueo institucional. En Bolivia, frente a las cada vez más violentas protestas en las calles, el Ejército retiró su respaldo a Morales, no de forma privada como —por mencionar dos antecedentes— a Bucaram y a Sánchez de Lozada, sino pública. Un golpe de Estado, sí, pero precedido del vacío generado por el más que probable fraude electoral y —por ello y por el antecedente del referéndum de 2016 — la poco creíble propuesta del gobierno de repetir las elecciones.

Por último, Chile. Piñera lee la explosión de malestar popular como una guerra y, por consiguiente, el Ejército pretende controlar el caos como si en vez de conciudadanos estuviera tratando con enemigos. Son casos muy distintos por muchas razones, pero tienen en común que las élites, acorraladas, apelan a la intervención del aparato militar como “salida”, ya sea al bloqueo, al vacío, o al caos.

Una buena y otra mala. La buena noticia es que los costarricenses no tenemos ese árbitro. Carecemos de ese dispositivo. De ese botón de reset del juego político. La mala es que convertimos esa sabia decisión en una esencia, en un rasgo identitario y, con ello, perdimos de vista sus consecuencias y su fragilidad: El progresivo desmantelamiento del Ejército luego de la dictadura de los Tinoco y su abolición tras la guerra civil de 1948, nos condenó como comunidad a tener que entendernos… o a pagar las consecuencias de no saber hacerlo. Abolir el Ejército no nos convirtió en un pueblo pacífico. Tampoco resolvió nuestras diferencias. Simplemente nos dejó sin el medio a la mano con el que por milenios los pueblos las han resuelto.

En su exilio parisino de 1937, Ortega le escribe un “Epílogo para ingleses” a su obra La Rebelión de las Masas. Lo dedica al pacifismo. Con Hitler y Stalin asomando sus garras sobre Europa, les dice a los ingleses que han pasado 20 años, desde el final de la Gran Guerra, embobados en su pacifismo de nobles anhelos, no considerando las posibilidades reales de dicho ideal, creyendo que para eliminar la guerra bastaba con no hacerla, cuando lo cierto es que era imperioso sustituirla como técnica.

Les recuerda que la paz no está ahí, a nuestra disposición, para disfrutarla, que hay que construirla con medios incluso más arduos y necesitados de genio que los que demanda la guerra. Está bien evitarla, pero el pacifismo debe consistir en construir esa otra forma de convivencia humana que es la paz.

Ortega está hablando de derecho internacional, pero aplica perfectamente a nuestro caso. Porque, como los ingleses a los que regaña, creemos tener como pueblo un “carácter previo” del que nuestra historia es una emanación. Hemos mitificado la paz como un hecho natural, sin atender a la verdad de que la fuerza militar sigue siendo una necesidad en el mundo, una necesidad que otros pueblos, a diferencia de nosotros, no pueden darse el lujo de negar; no considerando que, si cárceles y antimotines siguen siéndonos necesarios, es porque, como todos, somos hijos de Caín; olvidando la brutal violencia política de la que hemos sido capaces en algunos tránsitos de nuestra historia.

Trueque. Nunca falla. Siempre que analizo el spot Paz para mi gente en mis clases de comunicación política y pregunto por el verso clímax “Convertimos las armas en arados”, los alumnos responden alguna variante de “es lo que dice el Himno Nacional”. Y no. Es justo lo opuesto. Lo que el anarquista Billo Zeledón dijo es “La tosca herramienta en arma trocar”. Es decir, que cuando alguien “pretenda” afrentar a la patria, el labriego sencillo se convertirá en soldado.

La Campaña Nacional de 1856 (particularmente el célebre discurso de Mora llamando a abandonar las “nobles faenas”) pareciera la referencia. La letra del spot va en la dirección contraria. No de las herramientas de trabajo a las armas de guerra, sino de estas a aquellas. Además, lo de Billo es circunstancial, lo que las circunstancias exijan. Lo del spot es identitario: lo ocurrido en el pasado es una herencia que debe preservarse aun y cuando de la patria su “gloria” se “pretenda manchar”. Ese trueque de lo que se empuña mutó nuestra esencia.

Imaginario social. De modo que no, no es una cita del Himno Nacional, sino de la Biblia, de Isaías: “Ellos convertirán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces. Ningún pueblo volverá a tomar las armas contra otro, ni a recibir instrucción para la guerra”. Es el sueño de un mesianismo universalista, ya realizado, según el spot, en la historia de Costa Rica. Pero el spot está tan bien hecho y el pacifismo nacionalista-identitario tan enquistado en el imaginario social, que, al menos las cinco veces que he hecho la prueba, siempre creen que se trata de una cita del Himno Nacional.

Señalo, además, dos aleccionadoras paradojas del anuncio: se trata de un spot de ataque, propio de una campaña negativa. Aunque parezca un canto a la paz y aunque el contendiente no sea mencionado, estamos frente a una muy bien lograda pieza de campaña de ataque. Ello es claro a la luz de un elemento de su superestructura semántica (contexto) y un elemento microestructural (intertexto). Sobre el contexto, conviene recordar que todo texto es heteroglósico. A pesar de su aparente monoglosia interna, discute algo. Responde o se anticipa a otros discursos.

Calderón había dado a entender, no solo que respaldaría una intervención directa de EE. UU. en Nicaragua, sino, incluso, que Costa Rica podría solicitarla y colaborar en los esfuerzos por hacer caer a los sandinistas. El spot es todo un alegato contra esa disposición. La segunda estrofa dice: “Bajo el cielo poblado de palomas/ retroceda la garra del Halcón/ Ante aquel que te empuja hacia la guerra/ agrupémonos con Liberación/ Vuelva pronto la concordia a las fronteras/ reafirmemos que es posible la razón/ Ser neutrales prometimos ante el mundo/ hoy la herencia reclama nuestra unión”. Hay alusiones contra Reagan y contra el mismo Luis Alberto Monge, pero el foco de ataque directo está sobre Calderón.

Sobre el intertexto, este se aprecia en el polo opuesto, muerto, del texto: así como el verso bíblico, con el papá y el niño enmarcados en un arcoíris (el vídeo puede verse en Youtube), constituye el clímax del spot, el extremo opuesto es cuando se enuncia la palabra “muerte” y aparece una madre con su bebé en brazos. Nótese que la imagen se oscurece y se cierra en los ojos de la niña (cubierta así por las sombras de la muerte). La imagen evoca el “Daisy Spot”, que también se cierra y oscurece en la mirada de una niña, primer anuncio de ataque de la comunicación política moderna.

Pacifismo pragmático. En 1964, a una sociedad llena de miedo por la crisis de los misiles en Cuba y el asesinato de su presidente, se le comunica, mediante este spot, que el aspirante republicano, Goldwater —quien había dicho que a la guerra en Vietnam podría ponérsele fin con una bomba nuclear— era una amenaza que se cernía sobre los EE. UU. La central de la Casa Blanca colapsó con llamadas protestando por esa barbaridad de anuncio. La opinión pública censuró que se llegara tan lejos en la carrera por ganar la presidencia. Fue tal el rechazo que el spot se emitió solo una vez. Pero Johnson ganó.

Ambas piezas quieren comunicar lo mismo: “Este tipo va a provocar un incendio que después nos acabará quemando a nosotros”. Bajo una retórica principista, esencialista, hacen planteamientos de pacifismo pragmático. Mejor evitar la guerra, no porque esta sea moralmente inaceptable o realistamente suprimible del drama humano, sino porque en ella podríamos morir. Nosotros. Nuestros niños (los que, en uno de esos pasados que procuramos olvidar, Abel Pacheco invocó para apoyar la invasión a Irak). Es campaña del miedo. Pura y dura. Con la paz como bandera, sí, pero con la finalidad de turbar el espíritu para movilizar electoralmente al receptor de esa comunicación.

La segunda lección está en lo que Arias, al margen del spot, defiende en campaña y hace en gobierno: trabajar por construir políticamente la paz en Centroamérica, por encontrar mecanismos que sustituyan la guerra como forma de resolución de conflictos. La canción decía “La guerra no es asunto de nosotros” y, paralelamente, el candidato y luego el presidente, martillaba a la opinión pública con que sí, con que había que asumir la situación como propia, con que para evitar la guerra no bastaba no hacerla.

Aplicado a nuestros conflictos internos, es lo que el lúcido informe del Estado de la Nación 2019 nos está diciendo: a esta sociedad se le vienen decisiones disruptivas en los próximos años. No bastará con que sigamos votando y respetando el resultado de las elecciones. Hay que asumir la realidad del conflicto entre nosotros. Urge ponerle reglas al ring. Estructurar el diálogo. Adiestrarnos políticamente todo lo que no lo hemos hecho militarmente. Porque estar condenados a entendernos es estar condenados a la política. Lo que, para empezar, aconseja no satanizarla, profesionalizarla y promover su cultura, que es la de la convivencia en la pluralidad.

Dedicado a Carlos Hugo Román González, mi papá.

tavoroman@hotmail.com

El autor es abogado.