Origen del rechazo a los empleados públicos

Los sindicatos se fueron transformando, estimulados por la corrupción de los jerarcas que buscaban su silencio y complicidad

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

El estado de bienestar fue responsable de la creación del Código de Trabajo y de instituciones como la CCSS, el ICE, el INVU, el Consejo Nacional de Producción y la banca nacionalizada, entre otras. Estas instituciones desempeñaron un papel clave en la diversificación de la economía y la generación de riqueza a escala nacional, al mismo tiempo que impulsaron la educación y promovieron una distribución más equitativa de los ingresos.

Sin embargo, a pesar de los importantes logros históricos, el patrimonialismo y el clientelismo de la élite política las alejaron cada vez más de su verdadera vocación de servicio.

Los sindicatos, fundados para defender los intereses de los trabajadores y brindar un buen servicio al público, se fueron transformando, estimulados por la corrupción de los jerarcas que buscaban su silencio y complicidad, en medios que aprovechaban su posición, ya no para servir a la población, sino para servirse de ella.

En este viraje fueron erosionando su prestigio y arraigo, no solo entre la población a la que debían servir y los idealizaba por sus conquistas anteriores, sino también entre sus mismas bases sindicales, que percibían cada vez con más claridad cómo los dirigentes anteponían sus intereses personales a los institucionales.

En estas mismas páginas, denuncié en su momento, informado por Rodolfo Solano Orfila, presidente de la junta directiva del Banco Nacional entrante en 1994, que los dirigentes sindicales habían mantenido un silencio cómplice junto con los directivos salientes, que pasó por pérdidas, en los últimos días de su gestión, cerca de ¢2.000 millones de la clase política, a cambio de jefaturas sacadas de la manga para lo dirigentes.

Algo similar sucedió en el Banco Crédito Agrícola de Cartago, donde los sindicatos ignoraron los abusos de los jerarcas, solo que en esa ocasión no hubo un jerarca de la talla de Solano Orfila y la quiebra de la institución fue inevitable.

Con el tiempo, las luchas sindicales perdieron sensibilidad y la presión la descargaron de forma creciente en el ciudadano de a pie. No velaron, como es su obligación, por la atención al cliente ni tampoco por su propio interés gremial. Cada vez más frecuentemente brindaron una atención descuidada y caracterizada por la falta de respeto a los ciudadanos, que se caricaturizó como “los comepapaya” en un filme nacional.

Los privilegios otorgados por algunas convenciones laborales, como la de Japdeva, que premiaba, entre muchas obligaciones laborales, la entrada puntual, son de antología.

La última huelga de educadores en el 2018, que duró tres meses, afectó seriamente el proceso educativo y contribuyó al “apagón” que sufre nuestra juventud.

En el campo de la salud, la última huelga perjudicó principalmente a los pacientes con citas e intervenciones quirúrgicas pendientes. Algunos de ellos habían esperado muchos meses para ser atendidos y de repente se las cancelaron por caprichos sindicales.

No todos los funcionarios fueron partícipes, ni en todo momento se sumaron al maltrato. Algunos se comportaron como héroes durante la pandemia. Pero no fue suficiente para que no persista un gran resentimiento hacia los empleados del Estado, a quienes se les acusa de ser los causantes de la mala gestión pública.

Los sindicatos públicos deben poner las barbas en remojo. Si quieren tener el respaldo de la población para mantener sus legítimos derechos laborales, deben respetarla y atenderla como merece, como ciudadanos que pagan puntualmente sus salarios.

Solamente cuando se comporten de manera sostenida, den una buena atención al ciudadano y denuncien los abusos de los jerarcas, recuperarán el prestigio y el apoyo necesario para la defensa de sus derechos.

Más allá de la cuota que corresponde a los sindicatos públicos, aunque no son los únicos causantes del malestar hacia el funcionariado, se encuentra la obligación, en primer lugar, de las autoridades políticas, responsables directas del Estado e interesadas en que se responsabilice a los mandos medios.

Los sindicatos deben denunciar la corrupción y proponer transformaciones que agilicen los servicios. Me refiero especialmente a la lentitud y al alto nivel de impunidad en la aplicación de la justicia y al deterioro en la calidad y cobertura del sistema educativo.

El análisis de cada uno de estos problemas merece un artículo aparte, pero como ambos contribuyen a la creación de un clima de rechazo al aparato público, que el ciudadano corriente ve en los funcionarios que lo atienden en las ventanillas y no en los jerarcas que definen las políticas y gestionan la administración, es fundamental dejarlo mencionado.

Por un lado, la lentitud al impartir justicia en un país cada vez más violento y los grados de impunidad impulsan la respuesta al margen de la ley. Por otro, la falta de actualización a las necesidades modernas del sistema educativo y su deterioro progresivo no solo promueven la exclusión por falta de oportunidades, sino que alimentan la deserción del sistema educativo y el reclutamiento de nuestros jóvenes por el crimen organizado.

miguel.sobrado@gmail.com

El autor es sociólogo.