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Nunca he temido las discusiones, más bien las disfruto. No hay nada más enriquecedor que discutir con una persona seria y rigurosa sobre algún punto en particular, especialmente cuando se defienden posiciones estudiadas.

Profeso, además, un gran respeto por las personas con las que comparto poco o ningún punto de vista, pero que expresan y defienden con coraje y argumentos sus convicciones. Creo y defiendo la máxima de Voltaire: “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

La diversidad de ideas ayuda a construir edificantes acuerdos políticos que mucho le hacen falta a este querido país, postrado en el inmovilismo, en la carencia de acciones propositivas e innovadoras y ayuno de un sentido patriótico y responsable que propicie mesas de diálogo y puntos de encuentro.

Dicho lo anterior, ¿cómo concebir y respetar un Gobierno que propone una ley de radio y televisión que atenta contra los principios democráticos fundamentales como lo son la libertad de expresión y la libertad de prensa? Además, ¿que el presidente, advertido de estas violaciones, permitiera que continuara circulando?

¿Cómo construir un diálogo constructivo con un Gobierno cuyos jerarcas proponen una ley que defienden, y “socializan”, para luego ocultar a sus autores, reconocer incluso oposición interna en el ministerio y luego afirmar que ni siquiera la habían leído?

Como lo dije en un inicio, no le temo a los que presentan una tesis con la que no estoy de acuerdo, pero me aterroriza un Gobierno que presenta legislación que violenta los más sagrados cimientos de nuestra centenaria democracia, que no brinda explicaciones satisfactorias, no investiga a fondo y tampoco sienta las responsabilidades y le ofrece disculpas al país.

Francamente, este nuevo capítulo deja más inquietudes que respuestas, y el hilo se ha cortado por lo más fino con la destitución de las máximas autoridades del Micitt. Queda, además, la moral de otros jerarcas debilitada, al saber que los destituidos se enteraron por un medio de comunicación, en un intento del Gobierno de acallar el malestar y estupefacción nacional. Un binomio cada vez más frecuente en esta administración.

La pregunta de fondo, sin embargo, continúa: ¿Quién fue el autor intelectual de esta ley que amenaza la esencia democrática costarricense? Si la falta de rumbo, inexperiencia y humildad preocupan, resultan aún más preocupantes las maniobras que rayen en el maquiavelismo.