Narcolandia

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La matanza de Cieneguita el pasado fin de semana, debido a la balacera en media playa entre bandas narcos, es, para mí, un hecho decisivo. Nos dice que esas bandas se sienten tan empoderadas como para actuar sin cuidado a plena luz del día. Anunciaron que ese territorio es de ellos, no de la ciudadanía o del Estado.

El gobierno trasladará 200 policías que estarán en Limón por un rato (¿objetivo?); el Congreso procrastina por el bloqueo de un diputado a un tributo que permitiría restituir fondos para seguridad; el ministro del ramo dice que renunciará y, pese a la falta de recursos, su ministerio subjecuta el presupuesto. En ese todos contra todos, lo único cierto es que las bandas delictivas se han fortalecido y se enseñorean en territorios. Nos estamos pudriendo y asumimos como normal que todos los días un sicario despache a un par de gentes.

Imaginemos el siguiente escenario: un país que de largo y de cerca parece una democracia, pues hay elecciones competidas, Congreso y presidente. En las campañas electorales, bandas delictivas cobran a los partidos políticos una tarifa por permitirles hacer proselitismo en los barrios, un adicional si ellos distribuyen la propaganda y un premio si el partido gana.

En ese contexto, y hastiada de la violencia delictiva, una mayoría elige presidente a un tipo que promete eliminar físicamente a los criminales. Todos los días amanecen diez cadáveres en las calles, con un rótulo que dice “Una rata menos”. No se oculta que los escuadrones de la muerte están formados por policías y “vigilantes” privados a quienes el gobierno califica de héroes. El presidente se jacta de haber liquidado personalmente a más de una “rata” y amenaza a los defensores de los derechos humanos. Y la gente aplaude desde sus barrios, atrincherados detrás de muros y guardas privados.

Este escenario no me lo fumé, lo saqué de casos reales. El cobro de narcos a los partidos ocurre en Río de Janeiro como lo reportó O Globo el pasado mes. Y el aniquilamiento patrocinado por el Estado está pasando en Filipinas donde el pueblo eligió a un monstruo llamado Rodrigo Duterte –admirador confeso de Hitler– quien mata en nombre de la gente decente.

Son casos extremos, pero no irreales, que nos ayudan a pensar en las consecuencias de permitir que los narcos sigan haciéndose poderosos y socaven la democracia. Ocuparán todo el espacio que la sociedad y el sistema político les cedan, y la respuesta social puede ser volver al Medioevo. Por eso digo: es de interés nacional controlar estos brotes por medios democráticos.