Me estoy haciendo mayor

‘Yo soy yo y mi circunstancia’, escribió Ortega y Gasset, ‘y si no la salvo a ella no me salvo yo’, añadió

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No atravieso la crisis de la mediana edad. No, al menos, si entiendo bien y esta es una especie de pozo de insatisfacción. No es mi caso, pero cumpliré 44 años en noviembre y, aparte del Registro Civil, el cuerpo se encarga de informar, aunque uno se le esconda al notificador, que ya se está haciendo mayor.

Un dato que, aunque para cualquier observador externo es más que evidente, para quien lo vive no siempre lo es. De ahí todas esas expresiones tipo “parece que fue ayer”, “en qué momento pasaron los años”, etc., que expresan la perplejidad de sentir, como en los carros chocones cuando uno era chiquillo, que el turno se fue muy rápido, que “la vuelta” era muy cortita, que la expectativa, como las largas filas del Parque de Diversiones, era desmesurada en comparación con la experiencia.

Esa es, quizá, la primera conclusión que voy sacando en limpio: nada, nunca, es tan maravilloso ni tan terrible como se lo anticipa. Tomar nota de ello atempera tanto las ilusiones como los temores y refuerza mi impresión actual de que los seres humanos, para bien y para mal, somos asombrosamente capaces de normalizarlo todo, de acostumbrarnos y asimilar el entorno. Pero bueno, en lo que sigue intentaré evitar este tono oracular de quien declara leyes. Lo que escribo ni pretende ser normativo ni universal. Es descriptivo, y descriptivo de mi caso.

Nuevos intereses

Hay cosas que me pesan muchísimo menos que antes. Por ejemplo, tener la razón. Hoy me interesa mucho más la verdad, comprender mejor lo que me intriga, aun a precio de ver derrumbarse sólidas columnas de mi identidad.

Nunca escribí un diario, pero las anotaciones en mis libros son como uno. Ahí está, disperso, en diálogo con cada autor, pero, sobre todo, conmigo mismo, lo que pensaba cuando las escribí. Algunas, tonterías de las que hoy me río con condescendencia. Otras, certezas que resistieron menos que los mediocres castillos de arena que hacía pequeñito. Y otras más, cuestiones de la mayor hondura que aún hoy me abisman cuando me asomo a ellas, no solo porque todavía no tengo las respuestas, sino porque ya renuncié a encontrarlas. Y, francamente, no me desvela.

Mi cuerpo, en cambio, me importa mucho más. A contrapelo de lo usual, que es volverse más espiritual conforme se envejece, para mí ha sido transformador dejar de pensar que “tengo un cuerpo” (respecto del cual “yo” soy otra cosa), para caer en cuenta de que “soy un cuerpo”.

Conocerlo, apreciarlo, reconciliarme con él, que soy yo, ha marcado cómo soy y pienso hoy, dándole, por ejemplo, mucho más valor al cuidado que le doy o al placer que le procuro. Y vean lo difícil que es para alguien de mi formación, que sigo usando el pronombre de objeto indirecto y no el directo, que sería lo correcto.

Consistente con ese “giro materialista”, mi vínculo con las cosas y los lugares se ha vuelto más intenso, más sentido. Algunos juguetes de mi infancia, la primera ropita de mi hija, una manualidad que le hice a mi papá para el Día del Padre, mis libros, o lugares concretos en la Uruca, paseo Colón, barrio Escalante y Madrid.

En su materialidad, pero, sobre todo, en los cambios —a veces radicales— de su apariencia, veo reflejadas el paso de mi vida y su irreversibilidad. Como cantaba Mercedes Sosa, “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas”.

Más pasado

Como es evidente por lo anterior, también el pasado me pesa más. Esto sí es mainstream y muy esperable: después de todo, hacerse mayor es tener cada vez más pasado que futuro. Motivos de orgullo, de muchísima gratitud, pero también (no veo por qué no decirlo) de pena.

Siempre me ha parecido tontísima esa frase de “no me arrepiento de nada”. Irreflexiva, al menos. Yo sí. Sé que me equivoqué y, aunque ya sé que hay formas lógicas de “redimir” esos errores (como reconocer en ellos la escuela que hoy permite apreciarlos como tales) eso no les quita un ápice de desacierto ni de ácido a la conjetura (siempre hipotética) de qué habría pasado si en lugar de A hubiera hecho B. Incógnita irresoluble insuperablemente expresada por Sabina: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.

Consecuencia obvia de lo anterior, es el que ha sido, creo, el mayor (pero, también, más arduo de interiorizar) de mis aprendizajes: es una estupidez vivir el presente como un prolegómeno de la vida. Esa proyección mental permanente hacia el futuro, la postergación sin fin de ese supuesto mañana en el que se llegará al lugar para el que hoy se trabaja.

El problema no es solo que cualquier porvenir pensado sea, por definición, una quimera para la vida individual de cada uno de nosotros. Lo realmente perjudicial es el vaciamiento de significado que esa orientación hacia adelante hace del momento presente.

Habiendo tomado conciencia de ello, procuro llenar de densidad existencial lo que estoy viviendo, sean esos minutitos en la cama entre que sonó el despertador y hay que levantarse, sea el olor del café en la mañana, la respiración de mi perrita cuando se me acurruca al costado, el abrazo de un amigo (ahora que, tras la pandemia, recuperamos el derecho a tocarnos), la risa de mi chiquita, o la simple compañía de mi esposa.

Más comedido en lo que ambiciono y modesto en lo que opino (porque ni siquiera podría calcular la vastedad de mi ignorancia ni la provisionalidad de mis conocimientos), me siento más útil consolando que denunciando.

Quienes me conocieron de joven recordarán lo insufriblemente justiciero que podía (creerme) ser. Pero, como dice Benedetti, “las esperanzas no llegan al otoño y el corazón profeta se convierte en escombros”. Y así, como el “Cándido” de Voltaire, “Los justos” de Borges, o el Byung-Chul Han de la “Loa a la tierra”, cada vez me siento más lejos de Platón y más cerca de Epicuro.

Sentimientos

Eso implica, claro, que el sufrimiento me importa más que en cualquier otro momento de mi vida. No es solo que con los años me haya ido haciendo más consciente de mi fragilidad y de mis límites, es que me he vuelto más sensible al dolor ajeno.

A partir del nacimiento de mi hija experimenté un cambio que me arriesgo a adjetivar de fisiológico: algo que antes me ofuscaba, como el llanto de un niño, por resultarme “molesto”, comenzó a provocarme preocupación, ansiedad incluso. Empecé a ver en la calle distintas formas de violencia contra los niños que, obviamente, antes igual ocurrían ante mis ojos, pero no las veía.

Ahora me sacan de mis casillas y en un par de ocasiones he estado a punto de meterme en problemas por ello. Un sentimiento que, en distinto grado, se extiende hacia los animales. Su dolor me conmueve, me aflige, y, cuando es cruelmente provocado, me irrita muchísimo.

¿Soy feliz? No. Vivo momentos de felicidad, que es distinto. Abomino la actual cultura de la “happycracia”, como la llama Eva Illouz. Contra las tonterías del “querer es poder”, “todo se puede lograr” y la pueril aspiración a “no renunciar a nada”, sé que cada opción implica una renuncia y que el equilibrio, que inestable e imperfectamente he intentado mantener entre los tres deseos humanos fundamentales de placer, afecto y reconocimiento, obliga a asumir grados variables de insatisfacción.

Claro que sería más rico comer costillas de cerdo y helados a diario, que me calentaría más el alma pasar el doble de tiempo del que paso con mis seres queridos, familia y amigos, o que, por el contrario, me inflaría más el pecho poder dedicar todas mis horas libres a estudiar y escribir, para publicar más, pero soy consciente de que todo exceso en uno de esos tres ámbitos cobraría su factura en los otros.

Aunque la armonía sea imposible para alguien que ya se sabe complejo y contradictorio como yo, me obligo a ser lo más mesurado que puedo.

Me encantaría vivir otro tanto de años como los que ya he vivido. Creo que los aprovecharía mucho mejor con lo ya aprendido. Quisiera poder hacerlo, además, porque una última lección de la que quisiera dejar constancia es la de percatarme, con cada vez mayor claridad, de que la vida de uno, solo en un sentido muy acotado, es un proyecto individual.

Lo cierto, por el contrario, es que tanto en lo que logramos como en lo que fracasamos, tienen un peso decisivo, entre otros factores, los demás. “Yo soy yo y mi circunstancia”, escribió Ortega y Gasset, y es ciertísimo, pero suele olvidarse que añadió “y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

La actual circunstancia costarricense y mundial es crítica en varios sentidos, y solo un idiota (en el sentido griego original del término) esperaría alcanzar el buen vivir, para él y para quienes ama, al margen de la suerte que corran sus semejantes y el ecosistema que habita. Quiero vivir para contribuir. Quiero contribuir porque amo vivir.

tavoroman@gmail.com

El autor es abogado.