¿Me ayuda a cruzar la calle?

Los años transcurridos entre 1984 y 1990 marcaron mi vida personal y profesional, y don Eduardo Lizano desempeñó un papel clave

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Así conocí a don Eduardo Lizano Fait, una mañana lluviosa de 1983. Andaba con un saco de cuadritos y sin paraguas cuando ambos salíamos del Banco Central para cruzar la avenida primera.

Yo sabía quién era él. Él supo de mi existencia en 1984, ya como presidente del Banco Central y llamó al pequeño equipo, que tenía la institución ocupado en el cálculo de la deuda externa, para enterarse de la situación.

El país había dejado de pagar unilateralmente sus compromisos financieros internacionales en 1981 y el problema se trataba año a año como uno de naturaleza temporal.

En consecuencia, se planteaba una solución a corto plazo: empaquetar los montos adeudados, pedir el dinero prestado a los mismos acreedores, pagarles, y así hasta el siguiente vencimiento.

Los años transcurridos entre 1984 y 1990 marcaron mi vida personal y profesional, y don Eduardo Lizano desempeñó un papel clave. Destaco cinco lecciones —entre muchas otras de las que me beneficio hasta la fecha— que aprendí de don Eduardo.

Pensamiento estratégico. Él era presidente del Banco Central, en sí una gigantesca responsabilidad en la conducción de la política económica interna. El peso de la deuda se sentía en ese frente, y debía abordarse además en el contexto de un default y de una guerra en Centroamérica.

Don Eduardo acertaba en sus decisiones porque tiene la virtud de tomar en cuenta perspectivas diferentes y contrapuestas, situarse en el contexto, analizar posibles consecuencias —esperadas y no deseadas— y mantener el balance para alcanzar el objetivo en el tiempo.

Al reconocer que la solución era necesaria a mediano plazo y requería la participación de múltiples actores, desde el inicio nos planteó actuar simultáneamente en distintos frentes: el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, los bancos comerciales acreedores, el Club de París (acreedores bilaterales de países industrializados) y otros bilaterales y multilaterales.

Negociar con objetivos claros. Enunciar claramente al país y a los acreedores las tres o cuatro metas y los resultados esperados en la negociación de la deuda fue esencial para que el equipo no se perdiera ni en las ideas ni en nuestras interacciones con actores externos.

El Banco Central compró su primer fax en 1988, así que andábamos por el mundo sin celulares ni internet, de un lado a otro en busca de un teléfono fijo para comunicarnos nuestros avances y retrocesos, pero siempre con el norte claro.

Conocer al adversario. Este ejercicio dependía de reconocer primero nuestras propias limitaciones, nuestros sesgos y prejuicios, además de aceptar nuestra realidad económica.

El conocimiento del adversario (no el enemigo, no el “malo”, no era una persona) y entender sus motivaciones y restricciones muchas veces brindó la clave para tomar posturas de negociación, siempre con respeto: desde levantarnos de la mesa hasta mandar mensajeros para conciliar posiciones (las famosas no reuniones).

Sin sonrojarse, también demostró flexibilidad para adaptarse al entorno cambiante de las negociaciones, siempre basándose en evidencia, estudio y consultas a propios y extraños cuando no teníamos respuestas.

No ceder a las presiones. Estábamos en una situación en la que todos los días se recibía un télex de algún banco reclamando sus intereses atrasados, o amenazas de embargo de activos costarricenses en el exterior, o mensajes recordándonos que estábamos en estado de “delincuencia” internacional, término utilizado por los bancos para las deudas que acumulan intereses no pagados.

Algunas agencias bilaterales e instituciones multilaterales nos indicaban que sus desembolsos debían ser usados para pagar a los bancos. Plantado en que no podíamos dar un tratamiento privilegiado a algunos acreedores sobre otros, preguntó a una de estas entidades: “Entonces, ¿usted me pide que utilicemos el dinero de sus contribuyentes para pagar a los bancos comerciales?”. Decir que no por convicción y coherencia ante los adversarios, poderosos o no, es uno de los legados que más agradezco a don Eduardo.

Sentido del humor. Claro que lo vi enojado, pero nunca perder los papeles. Su talento para encontrar humor aun en medio de los asuntos más complicados hace que quienes hayamos trabajado con él no tengamos ni una queja sobre el rigor y la disciplina que nos impuso.

Al igual que mi papá, quien también nació con ese don, tiene salidas cómicas que a los demás nos toma tiempo entender, y que remueven la tensión del ambiente.

A los banqueros furiosos, los invitaba a conversar sobre “nuestro problema común”, los compañeros impuntuales eran citados 15 minutos antes que los demás y de mí se ríe casi en todas nuestras conversaciones.

Yo creo que ese saco de cuadritos todavía debe estar en su armario, porque así es don Eduardo: austero, además de humilde, generoso y considerado.

Yo soy quien ha salido ganando después de tantos años de tenerlo como maestro y amigo, y de contarlo entre las personas a quienes más quiero.

Algo que usted no sabe, don Eduardo, es que cuando me encuentro en un dilema siempre me pregunto qué haría usted en esas circunstancias. Y tengo la enorme suerte de poder tomar el teléfono y preguntarle. Gracias por estar ahí siempre.

charpentier.silvia@gmail.com

La autora es economista especializada en clima y naturaleza.