Los fans derrotaron a los magnates del fútbol

Aceptamos como natural el empobrecimiento de los sistemas de salud y educación públicos, el desaliento de los trabajadores ante contratos de cero horas, los comedores populares, los desalojos y los abismales niveles de desigualdad, ¿pero un plan que acabará con el fútbol tal como lo conocemos? Jamás.

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ATENAS– Europa acaba de descubrir su Rubicón moral, la frontera más allá de la cual la mercantilización se vuelve intolerable. Se ha trazado la línea en la arena que los europeos se niegan a cruzar, ocurra lo que ocurra.

Agachamos la cabeza ante banqueros que casi hicieron estallar el capitalismo, rescatándolos a costa de los ciudadanos más débiles. Hicimos la vista gorda a la evasión al por mayor de impuestos corporativos y las ventas de ocasión de los activos públicos. Aceptamos como natural el empobrecimiento de los sistemas de salud y educación públicos, el desaliento de los trabajadores ante contratos de cero horas, los comedores populares, los desalojos y los abismales niveles de desigualdad.

Miramos impasibles el secuestro de nuestras democracias y la eliminación de nuestra privacidad por parte de las grandes tecnológicas. Todo esto lo pudimos soportar. ¿Pero un plan que acabará con el fútbol tal como lo conocemos? Jamás.

Recientemente, los europeos mostraron la tarjeta roja a los poderosos —y a quienes los financian— que intentaron robarles el «bello deporte».

Trato en secreto. Una potente coalición de conservadores, izquierdistas y nacionalistas, uniendo el norte y el sur de Europa, se alzó en oposición al trato realizado en secreto por los dueños de muchos de los clubes de fútbol más ricos del continente para formar una llamada superliga.

Este paso tenía un evidente sentido financiero para los dueños, entre los que contaba un oligarca ruso, un miembro de la realeza saudita, un magnate minorista chino y tres potentados del deporte estadounidenses. Pero desde la perspectiva del público europeo, esa fue la gota que rebosó el vaso.

En la última temporada, 32 clubes se clasificaron para jugar en la Liga de Campeones europea, y compartieron 2.000 millones de euros ($2.400 millones) en ingresos por derechos televisivos.

La mitad de ellos, sin embargo, equipos como el Real Madrid y el Liverpool, atraían la mayor parte de las teleaudiencias europeas.

Sus propietarios podían ver que la torta crecería sustancialmente si programaban más competiciones entre equipos similares a estos, en lugar de partidos en los que aparecieran equipos menores de Grecia, Suiza y Eslovaquia.

Y así fue como se incubó la propuesta de la superliga. En vez de compartir 2.000 millones de euros entre 32 clubes, los principales 15 clubes calcularon que podían dividirse 4.000 millones de euros entre ellos.

Cartel cerrado. Es más, al crear una tienda cerrada con los mismos clubes cada año, independientemente de cómo les fuera en sus campeonatos nacionales, la superliga eliminaría el colosal riesgo financiero que enfrentan todos los clubes en la actualidad: no clasificarse para la Liga de Campeones del año siguiente.

Desde una perspectiva financiera, quitarse de encima a los rezagados y crear un cartel cerrado era el siguiente paso lógico en un proceso de mercantilización que comenzó hace largo tiempo.

Aquí, había un trato que cuadruplicaría los flujos de ingresos futuros y eliminaría los riesgos al convertir esos flujos en un recurso bursatilizado.

¿Es de sorprender que el JPMorgan Chase se apresurara a financiarlo con un apretón de manos dorado que ofrecía 300 millones de euros a cada uno de los 15 clubes que aceptaran abandonar la Liga de Campeones?

Mientras la saga del brexit se prolongó varios años, este intento de ruptura en particular duró apenas dos días. Fuera cual fuera la lógica subyacente a la superliga, sus responsables no consideraron una fuerza intangible, pero irresistible: la certeza generalizada entre fans, jugadores, entrenadores, comunidades y sociedades enteras de que ellos, no los magnates, eran los verdaderos dueños del Liverpool, la Juventus, el Barcelona y los demás.

Club selecto. ¿Y quién podría culpar a los dueños por su imprevisión? Nadie protestó cuando hicieron flotar las acciones de sus clubes en las bolsas de valores junto con McDonald’s y Barclays.

Durante años, los aficionados observaron pasivamente cómo los oligarcas inyectaban miles de millones a unos pocos clubes en posición de liderazgo, matando cualquier competencia real al llenar esos equipos con los mejores jugadores del planeta.

Pero, si bien el público europeo podía tolerar que la probabilidad de que un rezagado llegara a ganar fuera cercana a cero, la superliga acabaría oficialmente con ese mínimo chance.

La maximización de las utilidades significaría ahora la extinción formal de la posibilidad de soñar con que un equipo menor como el Stoke City o el Panionios de Atenas pudieran un día ganar la Liga de Campeones.

La completa eliminación de la esperanza, sin importar lo distante que el capitalismo la hubiera convertido, se transformó en la chispa que detuvo abruptamente los planes de la oligarquía del fútbol.

Mientras tanto, en los Estados Unidos, incluso los magnates deportivos más cínicos entienden que el capitalismo de libre mercado ahoga la competencia.

La Liga Nacional de Fútbol (NFL) estadounidense es un dechado de enérgica competición, y no solo porque haya jugadores superatléticos dispuestos a sacrificar su salud a cambio de riquezas, reconocimientos y una oportunidad para la gloria del Super Bowl.

La NFL es competitiva porque impone a sus equipos un estricto máximo salarial, mientras que se garantiza a los más débiles la elección del mejor jugador novato.

Mano visible. El capitalismo estadounidense sacrificó el libre mercado para salvar la competición, reducir al mínimo la predictibilidad y aumentar al máximo la emoción.

La planificación centralizada convive en pecado con la competencia desenfrenada, directamente bajo las luces del show business estadounidense.

Si el objetivo es una liga de fútbol emocionante y sostenible en lo financiero, el modelo estadounidense es lo que Europa necesita. Pero si los europeos son serios acerca de su reclamo de que los clubes deberían pertenecer a los aficionados, los jugadores y las comunidades que les prestan apoyo tendrían que exigir que las acciones de los clubes se eliminaran de las bolsas de valores y que se convirtiera en ley el principio de «un miembro, una acción, un voto».

La crucial pregunta de si la oligarquía se debe normar o desmantelar va mucho más allá del ámbito deportivo. ¿Bastará la agenda de gastos y regulaciones del presidente estadounidense, Joe Biden, para controlar el desaforado poder de unos pocos en desmedro de las perspectivas del resto? ¿O para llevar a cabo una reforma genuina se exigirá un replanteamiento radical de quién es dueño de qué?

Ahora que los europeos han descubierto su Rubicón moral, puede que haya llegado el momento para una rebelión más amplia que reivindique las palabras de Bill Shankly, legendario gerente del Liverpool y acérrimo socialista: «Algunos creen que el fútbol es un asunto de vida y muerte. Puedo asegurarles que es muchísimo más trascendente que eso».

Yanis Varufakis, exministro de finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.

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