Las leyes y nosotros

Lo que me ha enseñado la experiencia de trabajar con la ley

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La Constitución atribuye exclusivamente a la Asamblea el poder de dictar las leyes, de crear nuevo derecho. Las leyes, dice, son obligatorias desde el día que designen o a partir de su publicación si no lo hacen, y nadie puede alegar ignorancia de ellas, ya sea que las conozca o no.

Esto lo sabe mucha gente; además, sabe que la Constitución tiene eso que llaman fuerza normativa, es decir, que sus disposiciones han de ser obedecidas quieras que no. Es regla y no pauta.

De ahí la presunción de que las leyes son instrumento eficiente de diseño social, la prefiguración del comportamiento que ha de tener la realidad: como si la viéramos por anticipado simplemente leyéndolas.

Pero ¿es justa esta especie de reputación demiúrgica de la ley? El caso es que el medio empleado para manifestar su voluntad son las palabras, con toda la doblez o la equivocidad a que son proclives especialmente si no son bien empleadas.

De hecho, frecuentemente, la palabra de la ley no es clara ni precisa, no tiene, por ejemplo, la virtud que se atribuye al epitafio, capaz de decirlo todo concisamente. Hay, o debiera haber, un instrumental técnico para asegurar la calidad de la ley, pero sospecho que la mayoría de las veces no se usa.

Además, el tiempo en que las palabras de la ley fueron concebidas coincide cada vez menos con las propiedades y necesidades del tiempo en que han de ser aplicadas. Entonces, ¿cómo no entender que son materia viva y no letra muerta?

Por otra parte, las leyes se dirigen a la colectividad entera: todos somos, por consiguiente, sus destinatarios actuales o potenciales. Sin embargo, con respecto a ellas no nos hallamos todos en la misma posición ni en las mismas circunstancias. La ley no nos habla a todos del mismo modo ni nos concierne de la misma forma.

La experiencia de operar con la ley me ha enseñado que a menudo su discurso lo pronuncian funcionarios revestidos de la autoridad que ella les dispensa, pero atemorizados y cautos debido a críticas o penalidades que pueden sobrevenirles si la aplican con largueza aunque de buena fe. Se impone entonces una administración cicatera, que para protegerse a sí misma soslaya incluso las interpretaciones que mejor garantizan el fin público sin ofender derechos de las personas.

carguedasr@dpilegal.com

Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.