La verdad y la democracia

Una vez que las mentiras se aceptan como parte normal del discurso político, es solo cuestión de tiempo para que los demagogos exploten la tolerancia de la falsedad

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Se ha convertido en un tópico afirmar que vivimos en la era de la posverdad y los hechos. En el Reino Unido, el referendo del brexit y el espectacular ascenso y caída del ex primer ministro Boris Johnson catapultaron la crisis de la verdad al primer plano del debate político. En Estados Unidos, las incesantes falsedades del presidente Donald Trump durante su tumultuoso mandato y su igualmente turbulenta pospresidencia siguen suponiendo una amenaza sin precedentes para el tejido de la democracia estadounidense.

Durante sus cuatro años en la Casa Blanca, el Washington Post calculó que Trump dijo 30.573 falsedades, una media de 21 afirmaciones falsas al día. Por supuesto, Trump culminó su mandato con la mentira más atroz de todas: que había ganado las elecciones del 2020. En realidad, ni siquiera estuvo cerca. El presidente Joe Biden obtuvo 306 votos del Colegio Electoral y ganó el voto popular por más de siete millones.

En la versión de Trump, millones de votos de Biden fueron fabricados, y las elecciones presidenciales fueron “amañadas” por una gran conspiración del “Estado profundo” y el Partido Demócrata. Aunque esta teoría de la conspiración es completamente desmentida en los últimos dos años y medio, la narrativa de las “elecciones robadas” sigue siendo inmensamente popular entre los votantes republicanos y probablemente ayudará a impulsar a Trump hacia la candidatura por el Partido Republicano en el 2024.

Mentiras en el Reino Unido

Las mentiras de Johnson eran mucho menos grandiosas que las de Trump, pero su relación a distancia con la verdad acabó pasándole factura: sus flagrantes tergiversaciones ante el Parlamento sobre el incumplimiento de las normas sanitarias durante la pandemia de covid-19 lo llevaron a la ruina.

Es importante señalar que el Parlamento británico se toma especialmente en serio las falsedades. Por ejemplo, acusar a otro diputado de mentir se considera inaceptable, porque se supone que los hombres y mujeres honorables nunca recurrirían a esa conducta.

Pero ¿sigue importando la honestidad, o por lo menos un esfuerzo genuino por ser honesto? Johnson, después de todo, no es el primer político británico que miente. Ciertamente, las autodenominadas “grandes bestias” de la política británica han incurrido en el engaño. Pero mientras algunas falsedades son indudablemente interesadas, otras podrían estar al servicio del mantenimiento de la armonía social, un concepto que Platón y Sócrates llamaron la “mentira noble”. Por ejemplo, es probable que los responsables políticos que contemplen una devaluación de la moneda la nieguen para evitar ataques especulativos.

Sin duda, este razonamiento tiene sus defectos. En 1956, por ejemplo, el primer ministro británico Anthony Eden mintió inequívocamente al Parlamento cuando insistió repetidamente en que el Reino Unido intervino militarmente en la crisis de Suez únicamente para detener los combates.

De hecho, el Reino Unido orquestó la fallida invasión de Egipto con Francia e Israel. Probablemente, Eden también mintió a la reina Isabel II sobre esta humillante debacle. Es dudoso que estas falsedades sirvieran realmente al interés público.

Casi medio siglo después, el entonces primer ministro Tony Blair fue, como mínimo, económico con la verdad sobre las razones por las que el Reino Unido entró en la desastrosa guerra de Irak. Blair, generalmente conocido por su integridad, probablemente lo habría justificado argumentando que era necesario que el Reino Unido apoyara a sus aliados estadounidenses, incluso cuando los servicios de inteligencia parecían haber sido manipulados para adaptarse a un plan preexistente. Aunque puede haber algo de verdad en esto, los argumentos a favor de la invasión parecen poco sólidos en retrospectiva.

Agenda de los tiranos

Sin embargo, como observó Immanuel Kant, la verdad y la libertad están inextricablemente unidas. Esta conexión se hace especialmente evidente cuando se compara la conducta de los regímenes autoritarios o totalitarios con la de las sociedades democráticas abiertas.

En las dictaduras, el líder propaga cualquier narrativa que parezca apoyar sus acciones. La disidencia, por supuesto, no se tolera. Así es como Iósif Stalin pudo racionalizar el Holodomor, la “hambruna del terror” que mató a millones de ucranianos entre 1932 y 1933, y Adolf Hitler pudo argumentar de forma espeluznante el asesinato de millones de judíos.

En ausencia de libertad de expresión, transparencia y oposición política, decir la verdad simplemente no formaba parte de las agendas de estos tiranos.

Esta es también parte de la razón por la que el presidente ruso, Vladímir Putin, ha conseguido eludir la rendición de cuentas por su “operación militar especial” en Ucrania, al menos por el momento.

Del mismo modo, el presidente chino, Xi Jinping, afirma que los uigures encarcelados en campos de Xinjiang simplemente están siendo sometidos a “reeducación” para evitar que se conviertan en terroristas.

Al igual que Napoleón, el gobernante porcino de Rebelión en la granja, de George Orwell, todos los dictadores mantienen un barniz de sinceridad para enmascarar sus acciones.

Las sociedades abiertas, en cambio, prosperan gracias a la libertad de prensa, el debate vigoroso y la formulación de políticas basadas en pruebas. Aunque las democracias liberales no siempre están a la altura de este ideal, la comprensión de que así es como deberían funcionar las cosas, y de que los votantes pueden destituir a los líderes que transgredan esta expectativa, es la fuente de su fortaleza.

Sin embargo, cuando las democracias liberales pierden de vista sus valores fundamentales, los controles y equilibrios institucionales e intelectuales que sustentan su existencia se deterioran inevitablemente.

Una vez que las mentiras se aceptan como parte normal del discurso político, es solo cuestión de tiempo para que los demagogos exploten la tolerancia de la falsedad. Tarde o temprano, los tribunales son anulados, los partidos de la oposición son marginados y la corrupción se hace cada vez más frecuente. Al final, la confianza se derrumba y el tejido de la democracia se deshace.

Chris Patten, último gobernador británico de Hong Kong, es rector de la Universidad de Oxford.

© Project Syndicate 1995–2021