La tristeza de ser pobre

Sugiero dejar de ver el problema de la pobreza como meramente económico

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“Todos aquellos que dicen que se puede ser feliz y libre en la pobreza son mentirosos, locos o tontos”, sentenció la ilustrada madame du Deffand en una carta dirigida a Voltaire.

“¡Es clasista, blanca, privilegiada y reaccionaria!”, gritarán desde su iPhone quienes usurpan el que pretenden como único lugar para defender a los pobres. “¡Es estatista!”, acusarán los que llevan el self-made man hasta los extremos.

¿Puede la afirmación de madame du Deffand reforzar la revictimización que algunos sectores hacen de la gente pobre? Ciertamente no. ¿Se presta su frase para ver en la cultura de la limosna una solución a la desigualdad? Tampoco.

Su razonamiento, si se me permite el anacronismo, buscaba refutar los refranes del tipo “prefiero ser un pobre feliz que un rico infeliz”, “la pobreza es un estado mental”. Esto es, contradecir la romantización de la pobreza, su lectura superficial que la coloca casi como una elección personal y las actitudes condescendientes de los mesiánicos voluntariosos.

La riqueza no impide a la gente ser feliz. No es cierto que quienes tienen mucho dinero sufran pensando en que lo pueden perder o en cómo hacer más. Tampoco es verdad que se vive mejor en la miseria ni que tener en la mesa de noche el libro Piense y hágase rico, de Napoleón Hill, escritor estadounidense considerado por algunos como el autor de autoayuda y superación más prestigioso del mundo, sirva de algo.

Sí, Los ricos también lloran, como afirmó con su título una de las novelas mexicanas más vistas en la historia, y los pobres también pueden contar con un poco de felicidad, como muestra la película, también mexicana, Nosotros los pobres.

Pero ello no es razón para generalizar o evitar la discusión sobre los efectos de la pobreza, en este caso, morales.

Tras las huellas

Para Marie de Vichy-Chamrond o marquesa du Deffand, nacida el 25 de setiembre de 1697 en Francia, la pobreza era ocasión de ciertas limitaciones morales, pues, según razonaba, produce infelicidad y dependencia.

Hallé algo parecido en una investigación sobre cómo habían vivido y sentido la escasez, a lo largo de sus vidas, mujeres y hombres mayores de distintas condiciones étnicas.

Para buscar las huellas de lo que la pobreza significó en su caso, escuchándolo de sus bocas, me trasladé a los cantones de Siquirres, Santa Cruz, Liberia, San Isidro, Barva, Mora y San Carlos, y me senté a conversar durante horas en las salas de sus casas, donde me recibieron generosamente.

Recuerdo con tristeza sus relatos, sus gestos y lágrimas, mientras me permitían ver cómo encarnaban la pobreza a modo de tragedia afectiva y moral, además de material.

Una de las ancianas, que hacía y vendía helados de guayaba, contagiaba un sentimiento de humillación y encadenamiento a su malaventura, que provocaba echarse al suelo a llorar y perder la confianza en la humanidad.

Para estas ancianas y estos ancianos, la pobreza era más que una circunstancia en su vida, una parte constitutiva de la identidad, una identidad, valga la fuerza, despojada. Quiere decir que se trataba de que eran pobres y no de que estaban pobres.

Así, su precariedad económica tenía un carácter omnipresente, permanente, absoluto y contemporáneo, y creaba una correspondencia entre orfandad como pobreza y pobreza como desamor.

Sus frases arrojaban luz sobre los sentimientos de no tener ni valer, no contar para nadie, no ser importantes y sobre su total dependencia de una asistencia que, por lo demás, era inexistente o insignificante en algunos de los casos.

Los protagonistas

Ser pobre dota de una identidad devaluada a partir de la cual no se es nada o no se tiene nada, y, entonces, como me dijo una de mis entrevistadas, la penuria la dejó con la terrible certeza de un “tenemos que morirnos”.

Por ello, sugiero dejar de ver el problema de la pobreza como meramente económico y enfrentarlo tomando en consideración el punto de vista de los humanos concretos que la padecen, siguiendo lo que la socióloga de la Universidad de Buenos Aires María del Carmen Feijoó llama trayectorias individuales para atender la circulación de las desigualdades de lo estructural hacia lo individual.

Pero también, dar más importancia a las consecuencias emocionales de la necesidad, la mayor de la cuales será, desde mi punto de vista y de acuerdo con la marquesa, el sufrimiento que produce y el cercenamiento de la libertad.

La academia, el sector empresarial, las organizaciones civiles, incluida la cooperación internacional, y el Estado deben humanizar esto que llamamos la lucha por la pobreza, poniendo como centro la autocrítica sobre la manera en que se ha venido actuando, porque, como es notorio, ha fracasado.

Conocer sus manifestaciones más allá de las estadísticas permitirá a quienes están atravesándola buscar nuevas y creativas formas de afrontarla como protagonistas.

Hay que hacer un ejercicio sincero de autocrítica del enfoque instrumental que ha guiado las acciones para obtener votos, un sello de responsabilidad social corporativa, la publicación de un ensayo académico para tener más puntos y ganar más dinero, o la consecución de financiamiento.

Necesidad de empatía

En ese sentido, las medidas que el gobierno está tomando contribuyen a la tragedia, como han denunciado las organizaciones sin fines de lucro que coadyuvan al Patronato Nacional de la Infancia (PANI), cuyo recorte presupuestario asciende este año a ¢3.266 millones.

Pero además, las becas de Avancemos, a cargo del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS), que de por sí atienden únicamente a un 31 % de la población de niños y jóvenes que las requieren, se han visto más afectadas debido a la reducción de ¢28.000 millones en el 2023.

Partir de reflexiones que tengan como contraparte igualitaria a las personas en pobreza, en un diálogo que se interese por saber cómo sienten, pero también con cuáles estrategias sobrellevan su situación económica es un acto de humanización en sí mismo.

Para decirlo de otra manera, necesitamos un poco menos de los extremos políticos que apuestan por salvarlos o condenarlos a sus propias fuerzas. Pero sobre todo necesitamos un poco más de empatía, posible solo si consideramos nuestros semejantes a quienes padecen de esa forma.

La empatía es urgente en las personas en general, pero, en particular, en quienes asumen la responsabilidad de un cargo público, principalmente si está asociado al deber de tomar medidas para resolver la desventura de quienes están al margen de la sociedad.

Recuperemos una de las herencias de la Ilustración, base de las democracias modernas, la noción de los derechos individuales como elementos esenciales para el bienestar humano. En particular, que el sentido de nuestra existencia y de lo que hacemos en este mundo es procurar la felicidad, la nuestra y la de los demás.

Que nadie tenga que pasar los últimos meses de su vida como don Coco, un viejito de un pueblo dentro de otro pueblo en Puriscal, quien aun con los efectos de la quimioterapia tuvo que cargar vainicas por las calles para vender, en un silencio impuesto por el cáncer de garganta.

En aquella soledad y con aquel miedo, trataba de evitar que la pobreza lo matara antes que la enfermedad.

isabelgamboabarboza@gmail.com

La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.