La muerte del relato España

Si existe un nacionalismo, agresivo y excluyente, es, por definición, el español.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

A un día de las elecciones más controvertidas de la historia del Parlamento de Cataluña, convocadas para mañana 21 de diciembre por el presidente Mariano Rajoy en el marco del deliberadamente ambiguo artículo 155 de la Constitución española —que eleva la coerción a los límites de la imaginación, rica en mano dura y pobre en todo lo demás, de quienes lo aplican—, se impone un análisis puramente dialéctico y actitudinal que trascienda el candente momento político actual.

Hay tres factores que explican el ataque sistemático, vitriólico y desesperado contra Cataluña perpetrado desde los estamentos de poder, celosos guardianes de la narrativa de un país artificialmente unido por una Constitución heredera de la dictadura y maquillada de parlamentarismo (de los siete llamados padres de la Constitución de 1978 —redactada sobre los pilares del blindaje y la discrecionalidad—, cuatro eran franquistas; Diario 16, 6/12/2016):

1. En primer lugar, la protección a toda costa de un statu quo profundamente arraigado en la corrupción y en la pésima gestión de la cosa pública. Tal como señala el juez Miguel Ángel Torres (El País, 23/8/2014), si bien en España el ciudadano medio rechaza frontalmente cualquier forma de corrupción, a diferencia de lo que ocurre en países del tercer mundo, existe sin embargo una “corrupción política institucional” que pudre el sistema de raíz y lo convierte en una hidra que, apenas descabezada, se regenera con más fuerza: Gürtel, Púnica, Lezo, Nóos (salpicando a la familia real), Bárcenas y la caja B del Partido Popular (PP) son solo algunos casos del saqueo organizado de las arcas públicas desde el PP (y el Partido Socialista Obrero Español, PSOE, no le va a la zaga).

Si a eso le sumamos lo que el economista José María Gay de Liébana denomina la “oligarquía financiera de España”, que con una tasa ridícula de impuesto sobre sociedades exime tributariamente a las grandes empresas, cuyos consejos de administración integran exdirigentes tanto del PP como del PSOE desde donde siguen desfalcando impunemente (véase el caso Bankia y las tarjetas “fantasma”, cuyos cabecillas, como Rodrigo Rato, eluden la prisión aun habiendo sido condenados), mientras doblega al contribuyente a través del IVA y otras cargas, obtenemos el caldo de cultivo ideal para que, a partir de la concentración endogámica del capital, proliferen los abusos y se agarrote la economía productiva.

Todo ello no sería posible sin el contubernio de la magistratura al servicio de los intereses del Estado. La jueza sevillana Mercedes Alaya —para nada sospechosa de independentista— aireó recientemente el pacto de no agresión entre PP y PSOE y la descarada intrusión de los poderes legislativo y ejecutivo sobre el poder judicial, conminado a acatar dócilmente instrucciones políticas.

Tal como alerta Joaquim Bosch, portavoz de Jueces para la Democracia, “España está a la cabeza europea en número de corruptos y a la cola en número de jueces” (Público, 30/5/2016), lógico, pues con más jueces imparciales habría menos corruptos —abundando en el tema, Transparencia Internacional denuncia el “inadmisible nivel de corrupción en España” (El País, 19/5/2017)— y eso no conviene.

Ante semejante panorama, la partida a Bruselas del presidente legítimo de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont —respaldado abrumadoramente en la multitudinaria manifestación del 7/12/2017 en la capital de Bélgica por la independencia y la liberación de los presos políticos— constituye, en palabras del juez Javier Pérez Royo (también sevillano e igualmente no sospechoso de independentista), “no una huida de la justicia, sino de la maniobra que se estaba urdiendo contra él” (Ara, 5/11/2017), esto es, un callejón sin salida por obra y gracia de un régimen de justicia vendido sin rubor al mejor postor.

Así, la retirada de la euroorden contra Puigdemont por parte del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena el mismo día del inicio de campaña (5/12/2017) que emitiera torticeramente la jueza de la Audiencia Nacional Carmen Lamela (3/11/2017) evidencia la incompetencia y arbitrariedad de la justicia española: si la euroorden no procedía, entonces Lamela cometió delito de prevaricación. Por otra parte, la repentina muerte, el pasado 18 de noviembre, del fiscal general del Estado, José Manuel Maza —azote contra el independentismo— pone sobre el tapete la contradictio in terminis de una fiscalía que, obligada teóricamente a actuar con objetividad e independencia, en la práctica obedece a la voz de su amo, o sea, del gobierno de turno (según Transparencia Internacional, la “cúpula de Justicia está politizada”, El País, 19/5/2017).

El mismo Maza recibió una reprobación del Congreso de los Diputados por nombrar a Manuel Moix fiscal jefe anticorrupción (considerado “el fiscal preferido de los corruptos”, El Diario, 20/4/2017) a sabiendas de sus amistades peligrosas, pero siguió en el cargo tan campante; se conoce que una reprobación del sistema equivale a un tirón de orejas no por actuar mal, sino por haber sido descubierto.

2. En segundo lugar, la proyección como estrategia de acoso y derribo. El gobierno de España se atreve a achacar a Cataluña su propia enfermedad, el nacionalismo, manipulando descaradamente la voluntad de independencia o plena autonomía de Cataluña: si existe un nacionalismo, agresivo y excluyente, es, por definición, el español, y como botón de muestra baste reseñar la colonización de América, de factura esencialmente castellana.

En el ensayo Machu Picchu, Luis E. Valcárcel —considerado el padre del indigenismo en Perú— señala el modus operandi de Francisco Pizarro (retratado como Judas en el cuadro La última cena de la catedral de Cusco) y del virrey Francisco Álvarez de Toledo basado en las falsas imputaciones: “Capturados el Inca y con él su parentela y capitanes, fueron llevados al Cusco, donde se les sometió a juicio bajo acusación de rebeldes, salteadores de caminos, conspiradores, etc.”.

Casi cinco siglos después, España, sin demasiada imaginación —como ya se ha apuntado, solo rica en mano dura y pobre en todo lo demás—, acusa a los líderes del independentismo catalán de los mismos crímenes: rebeldía, sedición y desobediencia (y no de salteadores de caminos porque quedaría un poco demodé).

Incluso el “requerimiento” que se hizo al presidente Puigdemont desde Madrid para que aclarara si había declarado o no la independencia tiene reminiscencias, en forma y fondo, del que, con idéntico nombre, se leyó por primera vez en 1513 a los indígenas de Panamá para someterlos a la autoridad real so pena de un sinnúmero de castigos (“os haremos guerra por todas las partes y maneras que pudiéramos”).

La originalidad, ciertamente, no es el fuerte de Castilla. También se tacha a Cataluña, la región más rica de España y la única donde se llevó a cabo la Revolución Industrial —a la par que Inglaterra—, de insolidaria con las regiones más pobres cuando ha estado manteniéndolas históricamente y lleva 42 años, desde la muerte de Franco, solicitando un pacto fiscal recurrentemente denegado (Cataluña aporta al Estado más de 16.000 millones de euros anuales, una cifra reconocida incluso por la Generalitat intervenida; suministrando a la Agencia Tributaria más del 22 % en recaudación fiscal, apenas recibe el 11 %, produciéndose la paradoja del empobrecimiento programado de la comunidad más próspera).

3. En tercer lugar, un periodismo de Estado que busca, a través del control de los medios, la desinformación y la creación de opinión pública instigando el odio y la animadversión hacia Cataluña como cortina de humo para esquivar los puntos anteriores.

Buena parte de la prensa española es partidista y sesgada (El País ha despedido a numerosos periodistas por salirse de la línea editorial sobre el proceso catalán, entre ellos a John Carlin por atribuir a la arrogancia de Madrid el auge independentista). Con un ministro de Asuntos Exteriores que tiene la desfachatez de negar en la BBC la violencia policial del referéndum del 1-O que el mundo entero vio, una ministra de Defensa que se traga como una boba la broma de dos humoristas rusos sobre la injerencia del Kremlin en la crisis catalana, ávida por hacer de correa de transmisión de conspiraciones tan grotescas que causan vergüenza ajena, y un presidente del PP en Cataluña cuya desbordante riqueza lingüística solo le alcanza para desear una “campaña normal, con candidatos normales y debates normales” y que propone cerrar la televisión catalana y reabrirla con “gente normal”, ¿qué podemos esperar?

He aquí la España del esperpento de Valle Inclán. El ánimo represivo y la furia ante la amenaza que supone Cataluña a un modelo de Estado carcomido hasta los tuétanos ha llevado a la Junta Electoral a un nivel de censura surrealista: ¡prohíbe el color! (el amarillo, como apoyo a los presos políticos). Si no fuera porque es vox populi que Rajoy no lee (según Gregorio Morán, autor de El cura y los mandarines. Cultura y política en España 1962-1996, “quien conozca a Rajoy sabe que no ha leído un libro en su vida”), cualquiera diría que tiene 1984, de George Orwell, como biblia de cabecera: solo le falta crear el Ministerio de la Verdad para colar tantas mentiras; por algo los medios internacionales le comparan con un “matón intransigente” (New York Times, 2/10/2017) o con Putin (The Times, 7/11/2017). Mientras tanto, Cataluña seguirá firme en su tradición pacífica, cívica y democrática hacia la libertad y el advenimiento de la República Catalana.

El autor es economista.