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El nombre de Vladimir Kara-Murza debe agregarse a la extensa lista de rusos prominentes, víctimas de la ira fatídica del jefe del Kremlin, Vladimir Putin.

Kara-Murza es un joven (33 años) intelectual, educado en Cambridge y poseedor de vastos conocimientos de filosofía e idiomas. Su vinculación con importantes críticos de Putin lo ha ubicado en la poco envidiable categoría de enemigo del hombre fuerte. En particular, fue aliado de Boris Nemtsov, alto dirigente de una organización pro democracia que murió asesinado. Uno más.

Días atrás, en su oficina, Kara-Murza se sintió mal y debió ser hospitalizado. La evolución de su enfermedad ha sido preocupante, parecida a la de otras víctimas de algún tipo nuevo de tóxicos, como los nucleares, que se agregan a bebidas o alimentos, y sus huellas son difíciles de verificar y el desenlace es cosa de días.

La familia ha traído toxicólogos de Israel y de otros centros científicos connotados. El consenso es que tomará tiempo desentrañar el origen del mal que ha avanzado sin freno por su organismo, tiempo con el que no se cuenta para determinar la cura si acaso existiera. Lo más distintivo de esta patología es su marcha terca hacia la muerte.

Está claro que liderar movimientos pro democráticos se ha tornado una ocupación de altísimo riesgo en Rusia. Periodistas independientes, es decir, no controlados por el Kremlin, conforman otra vertiente peligrosísima que genera muertes violentas e instantáneas. Hay una infinidad de hombres y mujeres de la prensa que han fallecido por disparos de verdugos anónimos. Muchos son chechenos, donde la destreza en el cruel oficio de los homicidas se califica y premia.

El clima ruso se ha tornado lúgubre, lo cual no parece importarle a Putin. Con un afán de poder absoluto, el Kremlin ya ni siquiera se molesta en citar a sus oficinas a los revoltosos. Más económico y veloz resulta despacharlos a domicilio. La atmósfera semeja algunas descripciones de los tiempos de Stalin. Infinidad de crónicas subrayan el pavor motivado por citaciones a las oficinas de los altos burócratas.

Hay una breve anécdota del compositor Dmitri Shostakovich al recibir una citatoria para una reunión personal con Stalin. Los días que faltaban para el encuentro resultaron infernales, según comentan algunos amigos. Solo la idea de ingresar al Kremlin lo mataba de pánico.

Al día y hora indicados, Stalin recibió al compositor en su despacho. Sonriente, Stalin hizo algunos comentarios que no sugerían nada fatal. Sin embargo, al despedirse, le dijo que algunos camaradas se habían quejado de que su música no se prestaba para tararear. Y no dijo más, sellando así un final ominoso.

(*) Jaime Daremblum es abogado y politólogo, director de Estudios Latinoamericanos del Hudson Institute en Washington, exembajador de Costa Rica en Washington y Ph.D. de Tufts University, Flectcher School.