La fe de un pueblo que camina

No es casualidad que cada año más personas sientan la necesidad de caminar hasta la basílica de los Ángeles

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Como cada año, miles caminaron hacia Cartago el segundo día de agosto. No se trata de una casualidad que cada vez más personas sientan la necesidad de volver a la peregrinación como una forma de entender la vida.

Se camina por muchos motivos. Unos dan gracias, otros piden, otros acompañan, otros lo hacen simplemente porque el esfuerzo representa su propia existencia.

La meta es encontrarse frente a una pequeña imagen de piedra, rodeada de muchos símbolos que nos recuerdan nuestra historia, nuestra tierra, la patria, la familia, en fin, la vida. Nadie está excluido y todos se encuentran en la misma situación. Desaparecen las diferencias sociales para meditar en lo que significa vivir.

Una imagen esculpida en una piedra volcánica. Nos podemos imaginar el fuego calcinante y destructivo de una erupción, que permitió después la creación de una piedra pigmentada que pudo ser labrada con un rostro humano y que sostiene en sus brazos a un pequeño niño, símbolo de una nueva vida que comienza a crecer.

El gesto y la posición del niño en esa rústica escultura nos evocan la necesidad de la madre, de la leche materna y de su cariño. En esa piedra vemos encontrarse el pasado y el futuro, como una única realidad, sólida como la piedra, pero, al mismo tiempo, pequeña y simple. ¡De la violencia de un fuego devorador nació una piedra que es madre y presagio de un futuro nuevo!

Tampoco es una casualidad que, en la liturgia eucarística de la solemnidad de la Negrita, se haya escogido un evangelio muy corto, el de Juan 19,25-27. El texto comienza diciendo que junto a la cruz de Jesús estaban su madre y otras mujeres: su hermana, María que era mujer de Cleofás y María Magdalena.

Inmediatamente, el narrador nos indica que Jesús vio al discípulo a quien tanto amaba junto a su madre. La aparición de este discípulo es sorpresiva en el texto, es como si el evangelista quisiera indicar una condición particular en el personaje que solo se puede entrever en la presentación de las primeras mujeres.

Anás y Pilatos

Hablar de la cruz implica referirse a la condena que enfrentó Jesús. Esto nos lleva al contexto precedente, a los juicios ante Anás y, después, ante Pilatos, que en este evangelio son presentados como unos diálogos intensos acerca de la autoridad y de la verdad.

Y, como es típico del texto de Juan, esos diálogos están plagados de sentidos diversos, porque los personajes parecen que hablan desde mundos diferentes. En el caso de Anás, se muestra un total desprecio por lo que ya era conocido: la actividad pública de Jesús, que nunca ocultó nada, ni organizó alguna conspiración secreta contra nadie. Y, en el caso del procurador romano, sobre lo que es auténtico y, por tanto, soberano.

Anás y Pilatos optaron por silenciar la voz de Jesús en un acto de profunda violencia. Después de la flagelación, Pilatos presenta a todo el pueblo un Jesús golpeado y avergonzado, llevando, sin embargo, dos símbolos regios: una corona (de espinas) y un manto púrpura (símbolo del poder imperial). En otras palabras, un hombre torturado que, sin embargo, todavía enfrenta al poder afirmando que solo Dios tiene autoridad sobre el mundo. Los intersticios del poder solo tienen una solución para mantener el control de aquellos que quieren ser íntegros y coherentes en la construcción de la paz: la condena a muerte.

Los sumos sacerdotes y el poder romano terminan la verdadera confrontación acordando matar a Jesús para que el conflicto entre ellos no llegue hasta el emperador. Y eso es la cruz: la solución fácil para deshacerse de la temible posibilidad de ser destruidos por la verdad. Por eso, aquellas mujeres al pie de la cruz están delante de la resolución de un conflicto que no engendraron, que no quisieron y cuya consecuencia les afecta directamente, porque pierden una al hijo, otra al sobrino, otra al maestro y otra al liberador de sus males. Es como si el bien hubiese sido ahogado por el fuego devorador del mal.

Aquellas mujeres están allí, solidarias junto a la cruz, con su capacidad de vida lacerada por la injusticia que no merecían. Hasta que, como dice el texto, Jesús vio esperanza en aquel momento fatídico. Jesús llama a su madre “mujer”, algo que no es nuevo en este evangelio. La madre de Jesús solo aparece dos veces en el texto de Juan y nunca es mencionado su nombre. Pero el apelativo “mujer” nos recuerda el Génesis, donde la mujer de Adán se convierte en la madre de todos los vivientes.

Efectivamente, en aquella mujer del evangelio la vida que generó se gestó y se desarrolló en la fe. Es interesante que, en el relato de las bodas de Caná, la madre de Jesús manda a los sirvientes del banquete a hacer todo lo que Jesús les diga para solucionar el gran problema de la falta de vino, porque, en el fondo, ella conoce el origen de su hijo: Jesús manifiesta a Dios, que quiere la vida en abundancia de todos, representada en el vino mejor. Pero ¿es que hay vida en la cruz?

Semilla de la nueva realidad

El mismo evangelio de Juan nos da la respuesta: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos”. Jesús está entregando su existencia para testimoniar que Dios es vida y no muerte. Y es que la vida solo se manifiesta en el amor, que es capaz de engendrar nuevos mundos de paz y libertad. Por eso, el evangelio de Juan hace aparecer a este discípulo que tanto ama a Jesús de la nada, es como si dijera que ese discípulo es en realidad el grupo de mujeres, que pueden generar vida como la generó su madre. Ellas pueden ser fermento de fe, de esperanza y, sobre todo, de amor.

El texto evangélico termina diciendo que el discípulo la llevó a su casa. Ese es el lugar de las relaciones más auténticas y permanentes. Es el lugar de la familia, de la primera educación, del crecimiento y del encuentro. Jesús hizo de las casas el lugar donde predicaba, enseñaba, curaba y también desde el que criticaba los comportamientos errados de los que quieren apoderarse del mundo en su afán ambicioso. Por eso, también es el lugar de las reuniones de los primeros cristianos, que se identifican como la familia de Jesús, que depende de su Padre, Yavé, el Dios que libera a los esclavos de los faraones del mundo.

Es común entre los costarricenses que consideremos la basílica como la “casa de la Negrita”, la casa de su familia, que es la nuestra. Y, colocando esto en relación con el evangelio de la solemnidad, nos percatamos del profundo sentido que tiene esta expresión. La casa de la Negrita es también donde nos encontramos con la fuente de toda bondad, con el amor de Dios. Por eso, la gente camina hacia ese lugar para ver esa imagen de piedra que representa a aquella madre que está junto a la cruz de su hijo. Porque queremos también ser capaces de aprender cómo enfrentar las injustas circunstancias de nuestro tiempo como Jesús lo hizo.

No es fácil vivir en medio de la violencia, pero poco a poco la experiencia nos dice que la solución no podrá ser encontrada en las esferas del poder. Ellas siempre estarán en conflicto y, en última instancia, resolverán sus diferencias buscando aniquilar la esperanza de un mundo nuevo. Poder, como bien lo deja en claro el juicio de Jesús, no significa tener autoridad. Esta se alcanza solo cuando se busca crecer en el bien y sustentar la vida de los más débiles desde el más simple servicio, es cuando se va construyendo una personalidad nueva y renovada, cuando se tiene la capacidad de cambiar lo que está a nuestro alcance y cuando nace otra vez la esperanza. Es en la atención de lo verdaderamente esencial donde podemos contemplar el paso de Dios.

El pueblo camina también para ser alimentado por una mujer que sabe tener fe aun en los momentos en que parece que todo está perdido, de una persona que sale del fuego de la violencia fortalecida con el don de saber generar vida. Aquellas mujeres del evangelio no rehuyeron la violencia, la enfrentaron con decisión en su fidelidad a su amor incondicional.

Así, se convirtieron en nuevos sujetos de un futuro alternativo basado en la más radical solidaridad. El pueblo camina porque sabe que eso ayuda a solidificar su fe, a no claudicar en la bondad y a reconocer que en él existe la semilla que puede generar una nueva realidad.

frayvictor@gmail.com

El autor es franciscano conventual.