La comisión de notables y la memoria incómoda

Las élites perdonan y olvidan, pero no la sociedad civil.

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El 29 de marzo de 1823 destacadas figuras de las élites políticas de Cartago, quienes consideraban que Costa Rica debía formar parte del imperio mexicano, tomaron el cuartel cartaginés, persiguieron a los republicanos y, al día siguiente, acordaron jurar lealtad a Agustín de Iturbide el 6 de abril siguiente.

Ricardo Fernández Guardia, en su libro La independencia, indica que estos acontecimientos indignaron a los josefinos, especialmente a las clases populares. Pronto, San José y Alajuela se prepararon para la guerra, liderados por Gregorio José Ramírez. El 5 de abril, luego de un enfrentamiento en Ochomogo que dejó unos veinte muertos y más de cuarenta heridos, los republicanos vencieron a los imperialistas.

Inmediatamente, se iniciaron los procesos en contra de los líderes derrotados, quienes fueron detenidos y encarcelados, pese a que pertenecían a las principales familias cartaginesas. De acuerdo con Fernández Guardia, las élites josefinas “se inclinaban a la misericordia”; sin embargo, “el pueblo, que había derramado su sangre en las lagunas de Ochomogo por la libertad, exigía el castigo de los aristócratas que pretendieron someter a Costa Rica al Imperio mexicano, y como el pueblo pensaba Ramírez, que era su jefe”.

Entre setiembre y octubre de 1823, se dictaron finalmente las sentencias, que absolvieron a la mayoría de los acusados; unos pocos fueron condenados a destierro y degradación (en el caso de los que tenían rangos militares), además de penas pecuniarias, para cuyo cobro se les remataron algunos bienes.

Política. A diferencia de otros países latinoamericanos, donde los grupos vencedores en las luchas por el poder fueron particularmente sanguinarios con sus opositores, en Costa Rica las élites, apegadas al modelo establecido en 1823, tendieron a practicar una política de perdón, sanciones (si es que las hubo) moderadas, reconciliación y olvido.

Fenómenos similares son observables en distintos momentos del pasado político costarricense, ya se trate de otros conflictos localistas o de cuartelazos, de la confrontación asociada con la intensamente disputada elección presidencial de 1889 o de los procesos de reconciliación posteriores a la dictadura de Federico Tinoco Granados (1917-1919), al fallido intento de golpe de Estado de 1932, a la guerra civil de 1948 y a la invasión calderonista de 1955.

La única excepción parcial a esta tendencia fueron los fusilamientos en 1860 del expresidente Juan Rafael Mora Porras y del general José María Cañas. Tal diferencia es explicable porque Mora, como lo han mostrado los estudios de Carlos Meléndez y Carmen María Fallas, rechazó todo tipo de negociación con sus adversarios políticos y los amenazó con aplicarles la pena de muerte.

Brecha. La brecha que se abrió en 1823, entre la política de “misericordia” (para utilizar el término empleado por Fernández Guardia) puesta en práctica por las élites y las demandas de sanción provenientes de otros sectores sociales, no fue una excepción y se volvió a manifestar en el futuro.

Ástrid Fischel analiza cómo la conciliación, implementada a partir de 1920 por el presidente Julio Acosta García (quien condujo la lucha armada contra la dictadura de Tinoco), no fue compartida por la mayoría de sus partidarios, quienes “reclamaban una forma pública de castigo en contra de los amigos y beneficiarios del gobierno tinoquista”.

José Figueres Ferrer experimentó una situación parecida en mayo de 1948, cuando –como lo indica Silvia Molina– tuvo que hacer un llamado vehemente a la moderación para detener los actos contra educadores partidarios de los grupos derrotados en la guerra civil, perseguidos por quienes se proponían destruirlos a toda costa, “desplazándolos de sus cargos o lanzándolos a lugares lejanos”, pese a ser “padres de familia cuya suerte no puede sernos indiferente en modo alguno”.

Oportunidades. Ciertamente, la vida puede brindar segundas oportunidades, pero la política electoral rara vez lo hace. Si bien el expresidente Rafael Ángel Calderón Guardia, pasada la guerra civil de 1948, logró ser electo diputado nuevamente en 1958, no consiguió retornar al Poder Ejecutivo, tras ser ampliamente derrotado en la elección presidencial de 1962 por Francisco J. Orlich.

Un fenómeno similar ocurrió con el expresidente José María Figueres Olsen, quien luego de regresar al país en el año 2011, se dio a la tarea de reconstruir su carrera política. En el 2017, compitió en la convención interna del Partido Liberación Nacional y perdió por más de 35.000 votos frente a Antonio Álvarez Desanti.

A Figueres Olsen, el electorado costarricense parece haberle cobrado no solo políticas controversiales implementadas en su gobierno (1994-1998), sino su presunta participación en el escándalo ICE-Alcatel y, en particular, la agresión de que fueron víctimas los educadores –en su mayoría, mujeres– durante la marcha que realizaron en agosto de 1995 en defensa de sus pensiones.

Notables. La iniciativa del presidente, Carlos Alvarado, de nombrar a una comisión de notables para que se pronuncie sobre la reforma del Estado y de la Administración Pública se inscribe en una tradición pactista que, en las últimas tres décadas, no ha dado mayores resultados.

Además, el referente principal de ese pactismo es el tristemente célebre acuerdo que en 1995 firmaron el presidente Figueres Olsen y los líderes de la oposición para impulsar un programa de reformas económicas rechazado por amplios sectores de la ciudadanía.

Si Alvarado fue elegido para gobernar, lo menos que el electorado debería esperar de él es que tuviera el liderazgo mínimo para definir los cambios que desea impulsar en el país, y no que nombre una comisión –cargada desde un inicio con un inconfundible aire demodé– para que le diga qué hacer.

Por si todo esto fuera poco, Alvarado incurrió en un grave error de cálculo político, al incorporar a esa comisión, cuyo propósito declarado es consensuar propuestas de reforma institucional, a una figura altamente controversial como lo es el exvicepresidente Kevin Casas Zamora.

Memoria. Casas renunció a su cargo en setiembre del 2007 por haber escrito, junto con el diputado Fernando Sánchez, un memorando dirigido al entonces mandatario Óscar Arias, que recomendaba utilizar el miedo para favorecer, en un referéndum convocado el 7 de octubre, la aprobación del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana.

Al nombrar a los notables y al incorporar a Casas a esa comisión, Alvarado ha disparado a los pies de su propio gobierno, al reactivar combinadamente dos corrientes turbulentas de la reciente memoria histórica costarricense: la que no olvida el pacto Figueres-Calderón y la que repudió abierta, directa y contundentemente el memorándum del miedo.

Puesto que el respaldo electoral que posibilitó su aplastante triunfo el pasado primero de abril está constituido en una proporción considerable por votantes identificados con esas corrientes, Alvarado ha comprometido, tan temprana como innecesariamente, su estratégico capital político.

Dado que en el país hay ahora excelentes historiadores jubilados, Alvarado podría considerar nombrar a alguno como asesor ad honorem, para que lo ayude a navegar en las tormentosas aguas de la política de la memoria.

Con una asesoría adecuada y oportuna, Alvarado podría evitar que su política gubernamental sucumba, de modo estrepitoso, a manos de esa memoria incómoda que, desde 1823 por lo menos, se ha rebelado, una y otra vez, contra las prácticas de “perdón y olvido” que han caracterizado a las élites costarricenses.

El autor es historiador.