La amabilidad y el camino para la paz

Aunque sea difícil enfrentarse día tras día con la realidad desesperante, nada nos exime de nuestra responsabilidad de ser amables

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Estar en medio del tráfico intenso ciertamente suscita sentimientos encontrados. Hay que tener paciencia, concentrarse para no cometer errores, lidiar con el propio cansancio y buscar tranquilizarse. Pero, aunque sea difícil enfrentarse día tras día con esa realidad desesperante, nada nos exime de nuestra responsabilidad de ser amables.

Este es solo un ejemplo de una situación alarmante, estamos dejando de lado el respeto hacia el otro para centrarnos en un narcisismo impetuoso y vulgar. Se vive en todas partes, a tal punto que el “derecho” a estar armados “para protegerse” ocasiona las más abruptas reacciones imperdonables entre gente civilizada.

Como el otro no importa, se puede aniquilar cuando sea necesario. La serie de homicidios y los episodios repetidos de violencia extrema nos recuerdan constantemente que algo cambió en nosotros.

Ni siquiera en el mundo animal la violencia se ejerce porque sí, ella se limita a saciar el hambre y a mantener en estabilidad los diferentes ecosistemas. En el ser humano, la violencia se ha extrapolado y esto tiene mucho que ver con una cultura que abandonó valores tan simples como ser amables y respetuosos.

Amabilidad

La palabra amable procede del latín amabilis, que significa “digno de ser amado”. Es la persona que demuestra cordura y afectuosidad, que sabe manejar el arte de la convivencia con el respeto, debido a la conciencia ajena que permanece siempre en un misterio. Cuando se intenta intimidar o limitar la libertad de acción del otro, aparece la violencia.

La falta de amabilidad implica diferentes formas en que la violencia se manifiesta, una de ellas es la agresión directa, verbal o física. No confundamos, empero, falta de amabilidad con denuncia o expresión directa de la propia opinión. Omitir la amabilidad tiene que ver con lo soez, lo bajo y lo vulgar. Expresa una exageración en referencia al otro y, por ello, una relativización de la dignidad de la persona.

Esa exageración está relacionada con el deseo de imposición personal, con la falta de diálogo y con la necesidad imperiosa de constituirse en el centro del universo, que parece ser una especie de razón última de todo.

La arrogancia es la consecuencia lógica de la falta de amabilidad, porque el respeto implica la relativización de una moral estricta para buscar puntos de comunicación. La altanería y la soberbia son la base de la falta de amabilidad, porque el otro siempre se considera inferior y necesitado de las tundas que nuestro capricho establezca.

Esto implica la falta de análisis crítico y serio de nuestra propia visión de las cosas y de nuestro lugar en el mundo. La arrogancia siempre es esquizoide y perversa, porque crea un mundo ad hoc para el propio bienestar y juega con las sensibilidades del otro para alcanzar sus objetivos.

Por eso, la falta de amabilidad es un comportamiento enfermo, que expresa una superioridad ilusoria y errática, tendente a destruir el mundo humano para transformarlo en una copia, siempre imperfecta, del propio ego y del propio parecer.

Entiéndase bien, se trata de una enfermedad querida y desarrollada intencionalmente por el sujeto que se manifiesta agresivo ante los demás. No es un comportamiento involuntario, muy por el contrario, porque, cuando conviene, la persona es amable, pero solo en apariencia. Este es el primer paso para desencadenar relaciones desequilibradas, que provocan miedo y destruyen la armonía social.

Ansias de poder

Al respecto, tal vez muchos recuerden una caricatura de Goofy (Tribilín, para los más viejos), donde él se transforma de su ser gentil y afable en un diablo irrespetuoso y desafiador al colocarse delante de un volante. La necesidad de tener poder, de apropiarse de la fuerza, desencadena comportamientos anómalos, que nos ponen a todos en peligro y que se constituyen en instrumentos para destruir todo proceso de paz. Esa es la lógica de la falta de amabilidad, sentirse potente delante de los otros.

Claro está, en un mundo tan fragmentado como el nuestro, donde la competencia desmedida y el estrés producido por la necesidad compulsiva de ganancia sin límites genera individuos necesitados de explotar y destruir a otros objetos simbólicos (que resultan ser personas inocentes y aleatorias), porque no pueden enfrentarse a aquellos de los cuales dependen socioeconómicamente.

La falta de amabilidad es también síntoma de un complejo, de sentir una inferioridad impuesta. Esa violencia también puede ser causada por el bullying, que origina personas miedosas y con necesidad de venganza.

San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (13,4-5) habla del amor cristiano (que indica el compromiso decidido por el otro, no así sentimientos o emociones) usando primeramente una frase que contiene un paralelo muy elocuente: “El amor es paciente, se muestra amable el amor”. Es interesante que “ser paciente” es un solo verbo, así como lo es “ser amable”. Se trata de acciones, de actitudes asumidas como una praxis. En otras palabras, no existe compromiso por el otro si no es en esa actitud permanentemente asumida.

Efectivamente, la “paciencia” en el Nuevo Testamento tiene que ver siempre con un atributo del carácter humano, y no se orienta hacia los semejantes, como si hubiera que soportarlos. Se trata de la perseverancia, de una actitud de confiada espera de los resultados generados por nuestras opciones.

La “amabilidad”, por su parte, se entiende como una cualidad o virtud que se refleja en sentimientos y conducta bondadosos hacia otras personas. Por eso, también es bondad, clemencia, benignidad. Esto quiere decir que ser paciente y mostrarse amable es lo mismo que ser perseverante en la bondad.

Esta forma de ser se contrapone en el texto a los celos, al alarde, a la arrogancia, al comportamiento incorrecto, a la búsqueda del propio interés, a la irritabilidad y al cálculo maligno. Por eso, podríamos concluir que el compromiso por el otro no es más que la constancia en la búsqueda del bien del otro: eso es ser amable.

Todo lo que implica la concentración en sí mismo como criterio último de vida es esencialmente amabilidad.

Viendo tantas muestras de falta de amabilidad no queda más que afirmar que este comportamiento es esencialmente incultura, negación de lo civilizado y generador de enfermiza venganza. Todo lo opuesto a la paz anhelada por cada uno de nosotros.

El pensamiento de san Pablo es más que actual hoy, nos orienta a tomar una decisión altruista y a dejar de lado la terrible incoherencia que resulta para nuestra condición humana la falta de respeto para con el otro.

frayvictor@icloud.com

El autor es franciscano conventual.