Indiferencia y falta de curiosidad

Debemos aprender a escuchar y ver a nuestro alrededor como quien está explorando una tierra nueva

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Hace unos años llevé a mis estudiantes a un centro comercial josefino y les dije: ¡Vayan, olfateen, vean, escuchen y luego vengan y me cuentan! Algunos se fueron en pequeños grupos y otros, solos... hasta que los perdí de vista.

Transcurrida la hora que les había dado, comencé a distinguirlos en las esquinas y las escaleras del edificio. Regresaron con los mismos rostros; un mal augurio, porque cuando se mira, se huele y se escucha alrededor, la cara cambia.

Mi pronóstico resultó cierto, nadie tenía nada para contar: “Diay, no, gente ahí”, “qué quiere que le diga ‘profa’, nada del otro mundo”, “al menos yo, no noté nada”. Aquella experiencia me provocó mucha curiosidad y me dejó pensativa, pero, sobre todo, reafirmó mi convencimiento en que la pedagogía debía, sí o sí, tener como combustible la duda, el interés y la curiosidad, la pasión por advertir el mundo más allá de nuestros 10 metros cuadrados.

Hoy, que escribo para ustedes, agrego que dichas actitudes son imprescindibles, no solo en un aula, sino también en la vida misma y, principalmente, en el ejercicio de la ciudadanía crítica y diligente.

Cuando un país lo habita un pueblo que da todo por sentado, al que nada lo sorprende —ni lo bueno ni lo malo— y actúa como sabelotodo, es como si estuviera integrado por un colectivo cadavérico, para decirlo de modo enfático.

Esta clase de habitantes de seguro resultan familiares a quienes leen comentarios que dicen “de por sí todos los políticos son iguales”, “en la Caja esperan que uno se muera para darle la cita”, “la Asamblea Legislativa no sirve para nada”, “los empleados públicos son unos sinvergüenzas”.

Abandonar las quejumbres

Mi interés no es discutir sobre el grado de veracidad de esas afirmaciones, sino cuestionar la ausencia de matices en ellas y el efecto de descreimiento, desesperanza y resentimiento que cínicamente instigan en la gente contra el Estado y el sistema democrático.

Así, aunque estemos de acuerdo con que nuestra clase política atraviesa un momento calamitoso, las instituciones renquean debido a la desidia y al saqueo que llevan a cabo algunos funcionarios y hay gente que no debería trabajar en la CCSS porque le falta sensibilidad, debemos mantenernos alertas y contribuir a que la situación cambie, en lugar de quejarnos impasiblemente.

Pregúntese con sinceridad qué aporta la queja permanentey rotunda sobre nuestras instituciones y funcionarios. Sería de mayor provecho informarse y ofrecer críticas racionales, que tengan la virtud de proponer posibles soluciones.

La queja por la queja solamente deja a quien la formula la gratificación de creerse superior y la vía para excusar su desgano por contribuir. Son como el Ciriaco de la serie mexicana de los ochenta ¿Qué nos pasa?, quien ante cualquier interacción respondía invariablemente: “No hay, no hay”.

Por el contrario, usted puede vigilar que cada funcionario cumpla con su deber y denunciarlo cuando falle, pero también debe estar expectante para brindar el reconocimiento a quienes hacen la diferencia.

Niéguese a caer en la apatía, tan típica del burócrata, tan notoria en el jefe administrativo que pone un escritorio, una montaña de papeles y muchos trámites entre él, su obligación de servicio y su público.

Atrévase, advierta, por ejemplo, cuál jueza se destaca, cuál funcionario del Ebáis trabaja con vocación y hágaselo saber abiertamente.

Para ello, precisamos menos desidia y más pasión para mirar cada situación, institución y persona de forma individual, evitando generalizaciones como cuando se dice “todos” y “siempre”, lo que nos impide ver las cosas bien hechas y a la gente que las lleva a cabo.

Salir a la superficie

No se trata de caer en el exceso tan característico de nuestras instituciones, según el cual el mero hecho de sumar “años silla” es un mérito en sí mismo, ni el que consiste en dar reconocimientos a quienes desempeñan un trabajo para el que se les paga. Gestos, por lo demás, que terminan premiando a todo el mundo, dando a entender que la totalidad merece un 100 de calificación y desmotivando a quienes se esfuerzan y sobresalen.

Pienso que se debe agradecer y retribuir el buen trato y la buena disposición como mecanismo para estimular el cumplimiento del deber: reciprocar con simpatía la simpatía y con eficiencia la eficiencia.

Pero para conseguirlo se necesita cambiar también algunos rasgos culturales, de manera que a las personas francas y generosas se les trate mejor y se les deje de convertir en blanco de sospechas.

Ello daría paso a la ruptura de lo mismo de siempre y de lo viejo conocido para construir las realidades inesperadas descritas por la filósofa Hannah Arendt como milagros: “Lo que usualmente permanece intacto en las épocas de petrificación y ruina predestinada es la facultad de la libertad en sí misma, la pura capacidad de comenzar, que anima e inspira todas las actividades humanas y constituye la fuente oculta de la producción de todas las cosas grandes y bellas. La libertad es algo propio de los seres humanos y que solo se activa cuando se hace una acción consciente por salir a la superficie.”

Nos haría bien sacudirnos de la cabeza los prejuicios sobre cómo son los demás: los pobres, los empresarios, los políticos, los jóvenes. Aprender a escuchar y ver a nuestro alrededor con la perspectiva de quien está explorando una tierra nueva, como los personajes de La isla misteriosa, de Julio Verne, quienes con el paso del tiempo fueron recorriendo y descubriendo una montaña, unos árboles, los animales, unas rocas con formas catedralicias y, sin dejar por ello de ver, el infinito en el mar que los rodeaba.

isabelgamboabarboza@gmail.com

La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.