Hay que ser libres y recordarlo siempre

Debemos levantar la frente ante el insulto de los altaneros y entregarse con decisión a la causa del bien común

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Cuando nos referimos a la libertad hablando de un “nosotros colectivo”, no hay que olvidar que subrayamos el carácter comunitario de las implicaciones del ser libre como individuos. La libertad no es un estado, es siempre un proyecto en continua construcción; no es algo simplemente dado al ser humano, porque este puede nacer en situaciones de opresión y esclavitud, pero sí que es una capacidad inherente a lo que somos, porque tenemos consciencia, voluntad y creatividad.

Es esencial afirmar que la libertad no es un estado natural, sino una potencialidad que espera ser desarrollada y ejercitada, porque eso nos emancipa de todo discurso ideológico con respecto a un pretendido “estado natural” de una sociedad. Solo personas libres desarrollan y sostienen sociedades donde es posible vivir en libertad.

Lo anterior no es un juego de palabras, porque estamos hablando de varias realidades que se entrelazan: capacidad, historia, condicionamientos, herencia, responsabilidad, trabajo, crítica, debate, respeto, justicia, armonía, administración, educación y, sobre todo, subsidiariedad.

No es posible enajenar la propia libertad porque otro nos dice que él decide para garantizarla. Cuando eso sucede, renunciamos a ejercer y desarrollar nuestra capacidad para ser libres y nos entregamos a la adecuación que conduce a la sumisión y, finalmente, a la esclavitud.

Perder la libertad es muy fácil, basta el deseo que nos empuja a aceptar la imposibilidad del cambio y de la imaginación alternativa para no complicarnos la vida.

Mucho se nos habla hoy de desarrollar la creatividad, pero parece que toda ella debe estar sometida a lo que ya se da por asentado, lo que nos hace olvidar que su característica fundamental es el dinamismo y la superación del esquematismo. Ser libre implica fomentar la creatividad nacida de la crítica a la sociedad y a nuestro lugar en ella.

El anarquismo no es sinónimo de libertad, porque implica exacerbar el derecho a la individualidad, despojando a la persona de la necesidad de asumir la propia responsabilidad en relación con el otro. Con todo, el ideal anárquico mantiene una verdad que nos parece incuestionable: el bien proviene del deseo voluntarioso de actuar a favor del otro en total gratuidad.

Razón y sentido común

El anarquismo en realidad no tiene un futuro viable, dada nuestra experiencia de la naturaleza humana, la necesidad de un orden social se impone para evitar el egoísmo exacerbado y destructor de la comunidad. Pero esta constatación no deviene en la inflexibilidad de una ley unilateral, porque ser libre implica el uso de la razón y del sentido común para procurar el bien general y no solo el individual. En consecuencia, no tenemos que dejarnos arrastrar por la idea de que el bien personal es superfluo en relación con el bien colectivo. Uno y otro deben darse simultáneamente para que exista un verdadero progreso humano o, como diría Pablo VI, para construir una civilización del amor.

El punto basilar de toda construcción social se encuentra en el uso de la razón para lograr el máximo equilibrio entre la producción de la riqueza, la formación humana de las nuevas generaciones y el esfuerzo y cooperación de todos los individuos para hacer accesibles los bienes comunes sin exclusión de personas.

Esto exige, necesariamente, el ejercicio democrático y el respeto radical al individuo que participa en él. Por ello, toda sociedad debería garantizar el funcionamiento de instituciones autónomas, privadas y públicas, que sirvan como filtros críticos a la acción de los líderes sociales, los desarrollos comunales y las políticas económicas y culturales.

El pluralismo, en este sentido, es crucial para ser libres. Las soluciones homogeneizadoras a los problemas compartidos se terminan convirtiendo en proyectos totalitarios y acríticos de las condiciones particulares de los pueblos, o bien, en agresiones defensivas y acusaciones mutuas de parte de los actores sociales. Si no hay aceptación del pluralismo y si no se es capaz de relativizar las propias ideas para buscar la verdad, la democracia no es viable.

Si la democracia liberal se encuentra en crisis actualmente, es porque no se ha sabido promover la participación consciente y proactiva de la población en su desenvolvimiento. El resultado de ello es una paradoja: los defensores del neoliberalismo se han ido transformando en autócratas; al mismo tiempo, aquellos que consideran al socialismo como una salida, al abandonar la participación civil, restringen la libertad en nombre de la preservación de un proyecto monolítico de sociedad.

En nuestro medio latinoamericano, comienza a surgir un patrón político preocupante: el autoritarismo de “derechas” como medio de control de las instituciones democráticas y un “nuevo socialismo” que, igualmente autoritario, aísla del mundo a naciones enteras en una indefinición político-económica evidente. Estas dos tendencias tienen su origen en la escasa participación de la sociedad política como un todo.

Jerga populista y vulgar

En efecto, nuevos y mediocres mesianismos aparecen en todas partes. Son novedosos porque, a diferencia de un pasado no tan lejano, no se basan en ideologías claramente definidas, ni en proyectos de sociedades futuras planificadas. Su particularidad es la concentración de sus propuestas en la personalidad del líder mesiánico.

De ahí que estos nuevos mesías utilicen una jerga populista y hasta vulgar para diferenciarse de un pretendido “enemigo del pueblo”. Los blancos de sus ataques son los partidos políticos tradicionales, la prensa y todo aquel que sea crítico del líder. Cuando llegan ellos al poder, ni siquiera sus propios sostenedores se liberan del control total del mesías, aunque su voluntad sea caprichosa y errática.

Por esta razón, son mediocres. Las propuestas políticas se venden como ilusiones de un futuro promisorio, pero sin definir caminos para lograrlo. Es más, estos discursos solo son instrumentos de acceso al poder, que poco a poco invaden espacios de otros partidos porque los procesos de la democracia liberal lo permiten: valiéndose del principio de búsqueda racional para promover un cambio, refuerzan ideas hedonistas y consumistas como acicate para obtener apoyo. Esta es una estrategia orientada a mantenerse en el poder y no un proyecto de desarrollo social.

¿Qué hacer ante este panorama? No hay que olvidar que hay que ser libres. Sí, no podemos darnos el lujo de desperdiciar nuestra capacidad de razonar y debatir. Es cierto que el autoritarismo hará de todo para acallar las voces disidentes. Sin embargo, no podemos dejarnos amedrentar por un poder que no tiene más sustento que palabrerías.

Si nos rendimos, traicionaríamos uno de los principios básicos del ser libre: cederíamos ante la estúpida pretensión de que el abyecto poder es salvación, cuando en realidad es sistemática construcción de amordazamiento mental y ético. En otras palabras, dejaríamos vencer a los esbirros que prefieren el ocio al honor, el despotismo a la concordia, la abyección al emprendimiento maduro y sincero.

No hay duda de que estamos delante de una gran guerra cultural, que se está desarrollando en los ámbitos olvidados de la educación, del pensamiento crítico, de la participación en la definición ética de la economía, de la promoción de las artes y los ámbitos más enriquecedores del saber (la ciencia, la filosofía, la historia, la literatura y la estética).

Las armas enemigas son claras: la promoción del disfrute hedonista, la relativización del pensamiento crítico por medio del lenguaje soez, el socavamiento de propuestas artísticas de calidad y el relajamiento en los requisitos educativos. Se pierden batallas cuando se dejan los estudios para alcanzar un estatus económico deseable en trabajos repetitivos que solo necesitan conocimientos básicos de alguna otra lengua, cuando se deja de leer para concentrarse en pasatiempos electrónicos, cuando el espectáculo chabacano es más importante que la apreciación artística y cuando se deja de pensar como un responsable social.

No debemos perder esta batalla, aunque tengamos que vivir en la resistencia. Hay que levantar la frente ante el insulto de los altaneros y entregarse con decisión a la causa del bien común. Es cierto que las masas podrían ser manipuladas con facilidad, especialmente cuando nuestro sistema educativo se tambalea, pero no por ello la lucha es insignificante o carente de valor. Al contrario, se convierte en el más noble ejercicio del ser libre.

frayvictor@gmail.com

El autor es franciscano conventual.