Guerra contra la libertad académica

El regreso de las leyes estatales represivas supone una grave amenaza para la libertad académica en las universidades de Estados Unidos

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Fue una semana complicada para la libertad académica en los Estados Unidos. El gobernador de Florida, Ron DeSantis, llenó el consejo de un colegio universitario de artes liberales de aliados decididos a transformarlo en un bastión de la ideología conservadora. Se le negó a Kenneth Roth, exjefe de Human Rights Watch (HRW), ser parte de la Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard, supuestamente por la postura crítica de HRW sobre el historial de derechos humanos de Israel. Y la Universidad Hamline de Minnesota fue blanco de críticas por despedir a una profesora adjunta por mostrar una imagen de siglos de antigüedad del profeta Mahoma en una clase de historia del arte.

Para llevar a cabo su misión esencial de generar y transmitir conocimiento, las instituciones de educación superior dependen de tres principales fuentes de financiamiento: el Estado, el mercado y los estudiantes y exalumnos. La clave está en mantener un equilibrio entre las tres: si se depende demasiado de una, se arriesga claramente la libertad de investigación académica.

Comencemos por el Estado, que tiene un largo historial de limitaciones a la libertad académica. Durante los pánicos anticomunistas (Red Scares) que ocurrieron en EE. UU. tras las dos guerras, se expulsó a académicos de las universidades únicamente por sus creencias ideológicas. Si bien hoy es poco común el ataque explícito a académicos, la continuidad de la dependencia de los fondos estatales implica que las universidades —especialmente las públicas— sigan siendo vulnerables a las presiones de los políticos por influir en las decisiones presupuestarias los cursos que se imparten, las decisiones de personal y muchos otros aspectos.

Los republicanos creen que este es un asunto político que les puede dar muchos réditos. Argumentan que las instituciones educacionales, especialmente las universidades, son caldos de cultivo de adoctrinamiento liberal. Por ejemplo, en un discurso del 2021 titulado “Las universidades son el enemigo”, el futuro senador estadounidense J. D. Vance planteó que las universidades no impulsan “el conocimiento y la verdad”, sino “el engaño y las mentiras”, y llamó a su alma mater, la Escuela de Derecho de Yale, “genuinamente totalitaria” por su hostilidad a las visiones de tipo conservador.

Sin embargo, lejos de proteger la libertad académica, los republicanos pretenden evitar la diseminación de ideas de las que discrepan. DeSantis lidera la iniciativa de prohibir clases “controversiales” sobre asuntos raciales, siguiendo la tendencia de un pánico moral acerca de la enseñanza de la “teoría racial crítica” en las escuelas.

Casos ilustrativos

El año pasado promulgó con su firma la ley Stop Wrongs to Our Kids and Employees (Stop WOKE) (algo así como “Detengamos la Desinformación a nuestros Niños y Empleados”), que prohibió enseñar temas que “defiendan, promuevan, impulsen, inculquen u obliguen” a varias ideas sobre asuntos raciales, entre ellas, la opinión de que es aceptable la discriminación para alcanzar la diversidad. También procuraba impedir que nadie sintiera “culpa, angustia u otra forma de aflicción psicológica” por su origen racial o sexo.

En noviembre pasado, un juez federal ordenó un mandato judicial temporal contra las secciones de la ley Stop WOKE relacionadas con la educación superior por violar el derecho de libre expresión de los profesores, consagrado en la primera enmienda. Pero DeSantis no tira la toalla: ahora se propone lograr sus metas ideológicas con otros medios. Al designar seis conservadores en su consejo de 13 miembros —incluido un decano de conservador Hillsdale College— espera transformar el New College de Florida en el “Hillsdale del Sur”.

Pero no es solo el Estado el que está suprimiendo la libertad académica. Los buenos líderes de universidades educan a sus donantes privados —entre ellos, socios empresariales y filántropos— sobre lo importante que resulta el mantenerse alejados de las decisiones académicas. No hay dudas de que la presión de los donantes puede influir en la toma de decisiones en una institución.

La negación de la incorporación de Roth parece ser un caso ilustrativo. Si bien las autoridades de la universidad no han explicado en público su decisión de no aprobar su integración, hay académicos que señalan que el supuesto “sesgo en contra de Israel” de HRW fue la principal consideración.

HRW, que Roth dirigió durante casi tres décadas, sufre fuertes represalias por parte de los partidarios de Israel, entre otras cosas por un informe publicado en el 2021 que planteaba que, en algunas áreas, las “privaciones” infligidas por Israel a los palestinos “son tan graves que equivalen a los crímenes contra la humanidad de apartheid y persecución”.

Censura

Roth no sería el primero en perder un puesto universitario a causa de Israel. En el 2020, la Universidad de Toronto rechazó una oferta a Valentina Azarova de dirigir el programa de derechos humanos de su Escuela de Derecho en respuesta a presiones de sus donantes sobre sus pasadas críticas a Israel. La universidad acabó por recibir una censura de la Asociación Canadiense de Profesores Universitarios.

También, la presión de los donantes estuvo tras la decisión del consejo de administración de la Universidad de Carolina del Norte de rechazar la recomendación del Departamento de Periodismo de ofrecer un puesto a Nikole Hannah Jones en el 2021. Aparentemente, a los donantes conservadores les molestó su participación en el Proyecto 1619, iniciativa del The New York Times centrada en examinar el legado político, social y económico de la esclavitud en los EE. UU.

La matrícula estudiantil —que en las últimas dos décadas se ha más que duplicado— reduce la dependencia de las universidades de los donantes públicos y privados, pero depender en exceso de ella conlleva el riesgo de que traten como clientes a sus estudiantes. El resultado es ceder a las exigencias planteadas por algunos estudiantes de no ser expuestos a materiales que consideran ofensivos.

Un ejemplo es la controversia de la Universidad Hamline. Erika López Prater, profesora adjunta, lo hizo todo de la manera correcta, poniendo una advertencia en el plan de estudios y dando contexto antes de mostrar una imagen del siglo XIV del profeta Mahoma, obra maestra de origen persa largamente apreciada por los musulmanes, muchos de los cuales no sienten que deban prohibirse todas las representaciones del profeta.

Los estudiantes se quejaron de todos modos, y el “vicepresidente asociado de excelencia inclusiva” de la universidad calificó las acciones de Prater “indudablemente… islamofóbicas”. Parece que es más fácil eliminar a un académico a cambio de garantizar que cada estudiante se sienta escuchado, en lugar de defender una decisión pedagógica claramente legítima.

Sin duda, el regreso de las leyes estatales represivas plantea una grave amenaza a la libertad académica. Pero como muestran los casos de Harvard y Hamline, la excesiva influencia de donantes y estudiantes puede ser igual de insidiosa. En los tres casos, los sentimientos de minorías ofendidas limitaron los contenidos de la educación superior.

Esos reclamos deben debatirse y exponerse y, por supuesto, nunca se deben tolerar las amenazas contra las minorías, pero si el discurso y el debate académicos se cierran cada vez que una persona se siente ofendida, ¿de qué manera podrían las universidades examinar temas controversiales? No pueden hacerlo sin libertad intelectual, uno de los grandes logros de la civilización estadounidense.

Tom Ginsburg, profesor de Derecho Internacional y Ciencias Políticas en la Universidad de Chicago, es profesor investigador en la American Bar Foundation.

© Project Syndicate 1995–2023