Familia feliz

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Ahí estaban los cuatro: papá, mamá y la parejita, de unos diez y doce años. La mayor era la nena. La familia perfecta, rubios los niños; el padre, en bermudas, un poco falto de pelo; la madre, en línea, very cute, y todos concentrados, en silencio, sentados alrededor de esa mesa del restaurante, la del centro.

Cada uno miraba su teléfono, en silencio, tecleando su mundo, dedo a dedo, una aplicación a la vez, o tal vez varias simultáneamente. Algún videojuego, de seguro.

El caso es que podrían estar ahí, físicamente juntos o cada uno a miles de kilómetros de distancia. Da igual. Uno de ellos sonríe, algo llama su atención, pero no comparte, o quizá sí, quizá envíe un whatsapp al chat familiar. Quizá, no lo sé, porque puede ser que no tengan uno.

Llega la comida y el mesero, serio, pregunta qué es lo de cada quien y si algo más se les ofrece. Apenas un gesto de negativa. Cada uno ataca el plato a una mano, la otra sin soltar el aparato inteligente.

El silencio planea, los cuatro en lo suyo, indiferentes al murmullo de la pantalla gigante más cercana que transmite, sotto voce, un partido del fútbol raro ese, el que llaman americano, en el que los jugadores agarran un balón con las manos, casi nunca con los pies, y terminan a empellones en el suelo.

El papá lanza una mirada furtiva a la pantalla, la madre no. La parejita de preadolescentes come y teclea sin distracción.

Llega el mesero de nuevo, que si un postre, ¿qué hay?, cada uno escoge, economía de palabras, y luego prosigue en lo suyo, en lo que sea.

Domingo en la tarde, hace un sol agradable algo extraño para un setiembre pero, claro, estamos con lo de El Niño. Una familia, una buena familia, siempre tiene que verse los domingos, faltaba más. Es la costumbre de estas tierras: papá, mamá e hijos. La familia como debe ser. O como queremos que los demás piensen que sea. Da igual, es casi lo mismo.

Mañana lunes, cada uno en lo suyo: el padre a su trabajo de ejecutivo; la madre en su trabajo de ejecutiva; los dos carros último modelo, la empleada uniformada, el condominio cerrado, la escuela todo en inglés con algún curso en español, quizá, no estoy seguro, y los planes de fin de mes para ir a Nueva York.

“Papi, ya salió el iPhone 6 S”, dice la niña. El padre asiente. El mesero trae la cuenta, la madre paga y el silencio, ese muro de silencio, va con ellos, prendido de sus teléfonos inteligentes.

Es el nuevo siglo. Una crisis de refugiados inflama Europa, un niño de tres años se ahoga en una playa. El mundo sigue, un teléfono a la vez.

(*)Jorge Vargas Cullell es gestor de investigación y colabora como investigador en las áreas de democracia y sistemas políticos. Es Ph.D. en Ciencias Políticas y máster en Resolución alternativa de conflictos por la Universidad de Notre Dame (EE. UU.) y licenciado en Sociología por la Universidad de Costa Rica.