Estudiantes sin propósito

Uno de los indicadores que más delata a los estudiantes es el ‘poker face’

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Una de las experiencias docentes que quedó dando vueltas en mi cabeza me dejó impactada. Después de 10 minutos de explicar cómo se redacta un objetivo general, poniendo ejemplos concretos, tomados de realidades familiares, le pedí al estudiante que tenía al frente que nos dijera cuáles eran sus dudas.

“No entiendo la pregunta”, “¿me puede explicar a qué se refiere con cuáles dudas tengo?”, “¿dudas sobre qué, profesora?”, respondió.

No es nuevo. Hace años, hablando con una amiga y docente, me quejé del poco interés que notaba en mis estudiantes, pese a mi esfuerzo en diseñar clases desafiantes y entretenidas, donde la discusión teórica fuera entre pares y tener como referencia realidades cercanas y extrañas.

Con un tajante “con uno solo que muestre un poco de provecho me doy por satisfecha”, me interrumpió para dejarme sola con mi desazón.

A veces tengo mucha suerte y doy con un grupo donde cinco se entusiasman con mi propuesta pedagógica de involucrarse al 100 % en cada clase y hasta contagian a los demás, pero en ocasiones veo un desierto de rostros inescrutables.

El problema no es nuevo, repito, pero se agravó en los últimos años y nos gusta pensar que se debe a la pandemia, pero no solo a ella, como explicaré enseguida.

En ocasiones se trata de simple dejadez. En los casos en que prevalece el desinterés por el estudio, uno de los indicadores que más los delata es el poker face.

No me refiero a quienes tienen una personalidad en la que no se les dan las expresiones faciales emocionales, sino más bien a quienes se ven descubiertos por su cara de “¡qué tragedia y qué pereza más grande tener que estar sentado en un aula de una universidad pública estudiando una carrera!”.

Son alumnos que han hecho de su privilegio de estudiar —gracias a una beca que pagamos con fondos públicos o al dinero de sus padres— una desgracia que los convierte en víctimas de los docentes, de la cantidad de páginas por leer, de los exámenes, las investigaciones y las clases.

Son consecuencia del miedo docente a ofender y ser denunciado, y de su deseo de ser bien evaluado. Numerosas investigaciones, como las realizadas por Abraham Madero y Blanca Valenzuela, encontraron que cuanto mayor sea la nota del estudiante, mejor es la calificación del profesor, y viceversa; se corre el riesgo de que el estudiantado evalúe la personalidad del docente (en el caso de las profesoras, si somos simpáticas, afectivas, sonrientes), o se use como venganza para castigar los límites, las diferencias ideológicas o las antipatías.

Pero los estudiantes con dificultades para el aprendizaje no todos son indolentes. Algunos llegan a la universidad con secuelas de causas lejanas y dolorosas, tales como las familias aterradoras, la violencia y el odio con el que muchos vivieron sus primeros años.

Y, ¡cómo no!, con el deterioro en la calidad de la formación que el Estado de la Educación denuncia, una y otra vez, con pruebas científicas contundentes, sin que al Ejecutivo le importe, o porque entran perdiendo a causa de las desigualdades económicas que dan acceso a los mejores centros educativos solo a un puñado, a los “herederos” de los que hablaban Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron.

Por otro lado, la explosión de diagnósticos, autodiagnósticos y medicación de los así llamados trastornos del espectro autista (TEA) repercuten en la calidad del estudio.

“Profesora, si le entrego un trabajo con faltas de ortografía no me califique bajo, es que tengo dislexia”, “si no participo en clases, es que padezco ansiedad social generalizada”, “si cuando hablo en clases no sé argumentar bien y me enredo, es porque estoy dentro del espectro”, alegan cada vez con más frecuencia.

La forma en que estos malestares vienen en aumento y se tornan en algo trend, así como el inconveniente que implica poner una etiqueta a alguien, cubriendo el sufrimiento que pueda haber en el fondo, debe ser discutido a escala nacional con valentía.

¿Qué clase de familias, de docentes y de sociedad somos que nos parece razonable colocar un post-it en la frente y un par de pastillas en la boca? ¿Por qué el gobierno se empeña en una guerra contra la educación pública y deja a las niñas y a los jóvenes a la deriva?

No es posible que “estar en el espectro” sea el único refugio de algunos jóvenes para aplacar la soledad y el miedo, para sentirse a salvo en un diagnóstico, ni que sea la excusa para no hacer el esfuerzo tan urgente de encontrar la manera de relacionarnos con respeto.

Habituarse a la ausencia de empatía y la dificultad para socializar tras un rótulo no nos hará mejores como sociedad, sino más egoístas y evasivos.

Por otro lado, los malos profesores también producen alumnos desinteresados. Malos por vagos, dogmáticos, groseros o faltos de vocación.

Intenté en varias ocasiones tener esta discusión con mis estudiantes y lo logré hasta que lo hice usando como punto de partida la siguiente anécdota que me contó, hace unas semanas, una jefa de campamento de los boy scouts: “Cuando estoy frente a un grupo de chicos voluntarios, que se anotan para ser boy scouts, me impresiona su actitud (…). El otro día íbamos a abordar el bus, pero noté que nadie me seguía y, al voltear, los vi a todos atorados en la barra contadora, y, cuando pedí que se organizaran eligiendo líderes para enseñarles cómo encender un fuego, se quedaron mirando para el suelo, en silencio”.

Pedí a la clase que reflexionara sobre las posibles causas de tal comportamiento entre estos boy scouts y, entre risas, silencios e incomodidades, fueron aflorando las palabras de mis 16 estudiantes con edades promedio de 17 años.

Algunos aseguraron que el problema es que muchos tienen TEA; entonces, consulté a los demás si ellos también la sufren, y casi la totalidad asintió.

Otra razón, relacionada con la anterior, es que están muy medicados. “El año pasado en el cole pregunté quiénes, aparte de mí, estaban tomando ansiolíticos, y solo dos no levantaron la mano”, narró una estudiante. Del mismo modo, otros relataron vivencias dolorosas con profesores de secundaria y en la universidad que los dejaron con la certeza de que era mejor “no existir”.

“¿Qué está haciendo usted en un aula universitaria?”, preguntó un profesor a una alumna porque no le gustó lo que respondió. A otra una profesora con frecuencia le ordenaba callar y “dejar de decir estupideces”.

Otra razón de la apatía es que no tienen esperanza en el futuro, debido al cambio climático, el desempleo, la crisis inmobiliaria. Lo comentan con frases como “nunca vamos a tener casa propia”, “¿para qué estudiar una carrera si no vamos a conseguir trabajo?”, “nosotros nunca vamos a tener una pensión”.

Sus palabras nos arrojan a ustedes y a mí la vergüenza de haber dejado que la situación llegara a estos extremos.

isabelgamboabarboza@gmail.com

La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.