Enfoque

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Cuando aterricemos, en algún momento, de ese bello sueño que fue el Mundial de Fútbol 2014, nos encontraremos desnudos frente a la Costa Rica que somos. La de los problemas, los desafíos e incertidumbres. Y, entonces, resurgirá la inevitable pregunta: pero ¿qué somos en verdad, el país de la decadencia o el de la promesa? Cuando uno rasca la historia reciente, no queda más que reconocer que, en los últimos años, nuestros estados colectivos de ánimo han pasado, según el momento, del optimismo al pesimismo.

Vuelta al principio, entonces: ¿qué país somos, en verdad? ¿El que dice, con sus mejores deportistas, científicos, trabajadores, que el futuro será mejor que el pasado; que seremos capaces de resolver nuestros retos? O ¿el que, abrumado por los problemas económicos y sociales, piensa que los mejores tiempos quedaron atrás? Me he hecho esta pregunta con insistencia en los últimos años y la he planteado en múltiples foros, esta columna incluida. Entre varios hemos llegado a la conclusión, tentativa, de que somos ambos países, el de la promesa y el de la decadencia, una nación distinta, capaz de innovaciones tan interesantes como abolir un ejército o preocuparse por la conservación ambiental, pero incapaz de resolver problemas elementales como el hambre o la contaminación de los ríos.

El problema es que esta manera de responder la pregunta es astuta, pero insuficiente. Nadie es “puro”, en realidad: todos cargamos cosas buenas y malas. Aun los más malos pueden tener arranques episódicos de humanidad. Así que el punto no es si somos, o no, las dos cosas, sino qué pesa más hoy en nosotros: ¿la convicción de que nuestros mejores días como sociedad están por llegar, o que ya pasaron? Hasta hace pocos meses habría dicho que lo segundo. Sin embargo, la tremenda fiesta popular del pasado martes, con ocasión de la bienvenida a la Selección de Fútbol, un evento que desbordó toda expectativa, reflejó a un pueblo sediento de futuro pero ayuno de éxitos recientes. O pongámoslo de otra manera: nuestros traspiés recientes parecieran no haber anulado la convicción interior de que, con todo, lo mejor de nuestra historia común no ha acabado.

Puesta así la cosa, mis ojos se vuelven no tanto a ese pueblo, un semillero de gente interesantísima y pulseadora, sino a las élites políticas, intelectuales, económicas, que tienen mucho del futuro del país en sus manos. A ellas, que están en las alturas del Gobierno, las universidades y las empresas, pareciera carcomerles la duda de si, al final del día, este país tendrá un mejor mañana. Y, mientras esa duda planee, desperdiciaremos la energía de una sociedad que, pese a todo, no se rinde.