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Habíamos tenido avisos, cierto: un hueco en la pista del aeropuerto, otro en la Circunvalación a San José. Lo que nunca esperamos, en aquellos días del temporal bíblico, fue que un inmenso hoyo se tragara la mitad de la ciudad, desde Escazú hasta el Museo Nacional, pasando por barrio México. Solo se salvó el San Juan de Dios. Oímos un ruidazal, como un bramido que salía del centro de la tierra y, luego, adiós ciudad. ¡Qué hueco, por favor! Al fin, pasó algo en Costa Rica que dio la vuelta al mundo.

Ahora sabemos que un inmenso río subterráneo discurre por debajo de la capital. Bueno, no es que exactamente hasta ahora lo sepamos. Lo sabíamos hace mucho y no nos importó. Construimos de cualquier manera, a la par de las quebradas, encima de los ríos, donde fuera porque, ¡diay!, salvo fregar con permisos, estudios y sellos, todos conseguibles con un “¿cómo hiciéramos?”, aquí todo el mundo hizo lo que le dio la gana: familias, desarrolladores e instituciones públicas. De repente, la cosa se desfondó y, como siempre, todos somos víctimas y nadie es culpable de nada. Ni los que daban los permisos. Eso sí, todos exigimos ayudas y bonos al Gobierno. Solo unos pocos perfumados la obtuvieron y los demás nos quedamos supurando envidia.

Al tercer día armaron un mecano de puentes baileys y hoy uno cruza el hueco de lado a lado. Pusieron peajes, además. Incluso, ya empezaron a promocionarse condominios de lujo a las orillas del hoyo “con vista al cráter”. La Asamblea Legislativa, desde unos toldos instalados en la sede de la Southern Christianity University of Hatillo , gentilmente alquilados por un avispado pastor evangélico, tramitó un presupuesto extraordinario para poner siete puentes más. Veremos. Conavi dice que en dos meses los instala.

El miedo al hueco, sin embargo, hizo que casi todos nos trasladáramos a vivir a los cerros, por lo que, es feo reconocerlo, las antiguas montañas verde-azuladas que rodeaban al Valle Central son un recuerdo apenas, tapiadas como están de cemento y varilla. Son grises. Y, cuando uno baja a hacer mandados, las presas son imposibles: los mismos caminillos de siempre, un millón de carros y buses, y la proverbial desorganización criolla. Somos perros que comemos huevos.

¿Cuando se hará el próximo hoyo? ¿Será más grande que el cráter que se tragó media ciudad? ¿Se hundirán las montañas esta vez? De un mes a esta parte, oigo en la radio que cada vez hay más derrumbes y deslaves. El último se llevó un barrio entero. O sea: ¡qué le vamos a hacer!

Unos por ahí andan hablando de planificar el territorio. Que planifiquen a los demás, yo de aquí no me muevo, salvo que el mundo me caiga encima, o se hunda.