El peor contagio

Me parece pertinente advertir sobre cuatros riesgos sutiles que enfrentan los periodistas en su cobertura de la corrupción política

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Investigar la corrupción política es una de las tareas más peligrosas para los periodistas. Muchísimos valientes profesionales entregados a ese servicio público han acabado perdiendo la vida por ello. También los hay traidores a su vocación, que abismados en las miasmas de ese pozo han encontrado allí ocasión de lucrarse, chantajeando choriceros o destruyendo reputaciones limpias con infundios disfrazados de noticia.

Más sutiles y menos conocidos, en cambio, son los riesgos de contagio que la corrupción política crea a los periodistas que, sin ser asesinados por investigarla ni degenerarse lo suficiente como para reinventar sus formas, sucumben a tipos de infección menos evidentes. Procederé a describir cuatro maneras en que los periodistas que investigan, o solo cubren, los casos de corrupción política pueden ver su práctica profesional enviciada en el proceso.

El riesgo de la simplificación

La corrupción política tiene una dimensión moral, pero esta no agota el fenómeno. Normalmente, hay aspectos jurídicos, económicos, sociológicos, etc., de naturaleza estructural, que el público necesita comprender y que los periodistas deberían explicar.

¿Puede comprenderse el caso Cochinilla sin entender cómo ha funcionado el modelo de concesión de obra pública en un mercado pequeño como el costarricense? ¿Son los riesgos de penetración del narcotráfico en las campañas electorales cuestión, exclusivamente, de la mayor o menor moralidad de los políticos, o tendrán que ver, también, con las deficiencias de nuestro sistema de financiamiento partidario?

Estos elementos estructurales de los casos de corrupción política son más difíciles de explicar que la simple narrativa moralista, y eso hace muy tentador limitarse a esta. En ese relato simplón de investigadores buenos contra investigados malos, la sociedad, la audiencia, queda reducida a mera espectadora indignada de formas de humillación pública (que si va en perrera, que si está acostumbrado a comer X y en prisión le dan Y, que la celda es de tales dimensiones mientras su casa era esta mansión).

Y, así, al comprimir un complejo caso de corrupción en una simple parábola moral, el periodista no solo renuncia a prestar el servicio público propio de su oficio, sino que se reduce a sí mismo a sacerdote que oficia un rito de catarsis social de rencor y frustración.

El riesgo de la instrumentalización

Hacia el final del siglo XX, en el segundo tomo de su célebre trilogía «La era de la información», Castells acuñó el término «política del escándalo». El declive de la política ideológica y la similitud de las propuestas hechas por los partidos provocaban que estos y su ideario fueran cada vez menos relevantes para los electores, lo que desplazaba la motivación del voto (y por consiguiente las estrategias de unas campañas electorales cada vez más personalizadas) hacia la figura de los candidatos; del propio para exaltar sus virtudes y del contrario para denigrarlo. Atacar su pericia, pero, sobre todo, su moralidad.

Paralelamente, otro sociólogo, el catedrático de la Universidad de Cambridge, John Thompson, desarrollaba su teoría de los escándalos políticos. Los medios transformaron la visibilidad de las autoridades, haciéndolas parecer más cercanas que antes de su desarrollo.

La mucha o poca confianza que nos despertaran adquirió mayor importancia para su ejercicio del poder político. En ese marco, los escándalos políticos son momentos álgidos de disputa por el poder simbólico (capacidad de influencia), en el que unos actores aumentan su capital simbólico (credibilidad y prestigio) a costa de otros.

Se trata de un juego en el que los periodistas son actor privilegiado. En dos sentidos. Primero, como instrumentos de aniquilación reputacional, debido a interesadas filtraciones. Es paradójico que siendo el Watergate el mito fundador de las virtudes del periodismo de investigación (por haber revelado las corruptelas del mayor poder político del mundo y haberlo hecho caer) haya quedado suprimido de su relato que una de las estrategias utilizadas por Nixon para la destrucción de rivales políticos era la filtración de informaciones (veraces o inventadas) a la prensa para que esta las difundiera.

Segundo, como beneficiarios en ese trasvase de prestigio y confianza que los escándalos generan. En palabras de Ben Bradlee, director del periódico que destapó el Watergate: «Sería ingrato por mi parte no hacer un lapso aquí de reconocimiento al papel desempeñado por Richard Nixon en el favorecimiento de mi carrera. Resulta maravillosamente irónico que un hombre al que tanto le disgustaba la prensa —a la que nunca comprendió— hiciera tanto en favor de su reputación, y particularmente de la del “Washington Post”. En su hora personal más baja, él le dio a la prensa el momento más sublime».

El riesgo de la vanidad

La buena fama, que es un fenómeno social, tiene su correlato subjetivo en el engreimiento. Este desorienta respecto de los valores más nobles del oficio, sesga el lente investigador del reportero, cubre de cinismo la cobertura de la política y hace que los periodistas asuman roles distintos al suyo y acaben capturados por el poder.

Ilustro todo esto con las reflexiones del propio Bradlee y de otro admirable profesional. El primero lo dice al final de sus memorias. Luego de la renuncia de Nixon, del Pulitzer, la publicación del libro y la película, fue imposible contener los egos: «Nuestros intentos por mantener a nuestros periodistas y jefes alejados de la televisión fracasaron». «El sentido común se perdió en el estrépito».

Ciertamente hubo un incremento de matrículas universitarias y vocaciones, pero obedecían al afán de protagonismo y eso originó, según él, la precipitación de los periodistas jóvenes por encontrar conspiraciones donde no las había. Además, instaló una presunción de mendacidad de los políticos: «Busca las mentiras» se convirtió en el «lema periodístico». El «nuevo escepticismo de los periodistas cambió las reglas para siempre».

Es sobre esa visión de los políticos, dice Bradlee, que el periodismo como profesión se encumbró: el caso «elevó a la prensa a las alturas de la estima nacional» y «dio a los periodistas una apariencia casi heroica». Exaltación que, según Iñaki Gabilondo, emérito del periodismo español, puede hacer a los de su gremio olvidar que su tarea principal (en la cobertura política) es contar y analizar lo que los políticos hacen, no ordenarles lo que deben hacer: «Los ultraprotagonismos periodísticos que pretenden erigirse en órganos de poder constituyen actos de usurpación». Y, refiriéndose a otro consagrado de su generación, dice: «Pedro J. Ramírez hubiera podido ser el mejor periodista del país si se hubiera dedicado a este oficio, pero se ha dedicado a otro: al oficio de querer mandar sin presentarse a las elecciones».

Lo más paradójico (y por eso insisto en lo siniestro de un contagio así de sutil) es que el prestigio obtenido por hacer rodar la cabeza de un poderoso acabe envolviendo en los círculos de poder a los periodistas, generándoles incentivos para no afectar ese «ethos» del que ahora son parte.

Lo lamenta Bradlee, para quien la obtención de respetabilidad social y el consiguiente ingreso de los periodistas al «establishment», acabó silenciándolos, porque provocó una «cautela pos-Watergate» que los llevó a no investigar, o a hacerlo sin el coraje necesario, acciones de los gobiernos de Reagan y Bush más graves para la democracia que el Watergate.

El riesgo de la erosión del sistema

Viví en España del 2011 al 2015 y todavía llegué a escuchar viejitos que, indignados por los casos de corrupción que salían en el periódico, expresaban: «Esto con Franco no pasaba». Terrible paradoja que la libertad de información que permite la democracia, esa transparencia relativa de los asuntos públicos que ocurre solo gracias a que el régimen democrático protege la independencia judicial, la oposición política y la prensa libre, se convierta, en la opinión pública, en un factor de deslegitimación del sistema.

Una desmoralización que, luego de barrer el sistema de partidos, suele abrirles las puertas del poder a peores corruptos, como el ascenso de Berlusconi tras el «mani pulite», o, peor, a demoledores de democracias, como Chávez sobre los huesos de Adeco y Copei.

¿Deberían, por ello, los periodistas callar, dedicarse a esparcir incienso para que la fetidez no alerte de la podredumbre en palacio? ¡Jamás! Pero sí convendría (si es que son conscientes de que solo en las democracias liberales su oficio es posible) que diferencien entre las instituciones y sus coyunturales jerarcas y que recuerden al público que los actos de corrupción que denuncian pueden ocurrir en cualquier otro régimen político, pero que solo en el democrático es posible denunciarlos y sentar las responsabilidades correspondientes.

No es Costa Rica, afortunadamente, un país donde se asesine a periodistas ni donde el pseudo periodismo canalla, dedicado al chantaje y la calumnia, sea dominante. Por eso, me parece más pertinente advertir estos cuatro riesgos sutiles que enfrentan los periodistas en su cobertura de la corrupción política. Formas de infección favorecidas, además, en un contexto de amplia libertad de prensa, grandes dificultades económicas para las empresas periodísticas (que las ha obligado a reducir sus salas de redacción) y clima de opinión intensamente antipolítico en la sociedad.

Hacer lo que más se tiene a la mano y que, encima, permite empatizar con las audiencias, no siempre es lo mejor. En este caso, es serruchar la rama sobre la que están sentados.

tavoroman@hotmail.com

El autor es abogado.