¿El nuevo ‘enemigo del pueblo’?

La gozadera ingenua de considerarse uno “el pueblo” constituye un mito que un marxismo trasnochado trata de mantener vivo.

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Con motivo del debate sobre la reforma fiscal, en varios lugares se ven letreros acusando a diputados de “enemigos del pueblo”, lo cual motiva esta crónica. Quiero, simplemente, llamar la atención sobre un recurso demasiado trillado e ineficaz de acusar porque sí, generalizando, tirando lodo por doquier.

En el mejor de los casos, los autores de esos deleznables calificativos (¡y los hubo peores!) aluden a una obra crítica de Enrique Ibsen, dramaturgo noruego, quien desde 1883 nos invita a discutir con altura. No lo olvidemos, ahora al año del fallecimiento de Helena Ospina, en su persona y en su editorial Promesa: el arte verdadero es una promesa; provoca y promueve.

Resulta sumamente peligroso, además de tremendamente ingenuo, transferir porque sí, contenidos (palabras, imágenes, arte…) de otra geografía y hasta originadas en otra época, para aplicarlas a un nuevo contexto distinto, en este caso, contemporáneo.

Por ello, bien valdría la pena considerar el poner de nuevo en cartelera este clásico para un país que demasiado se cree inmune a los embates que observamos en la misma Centroamérica y alrededor.

Gracias a Ibsen, en noviembre hará 125 años exactos, queda el debate abierto –teatralmente, ideológicamente– sobre el binomio de “enemigo” y de “pueblo”. En forma sorpresiva, por medio del protagonista, el autor se pone del lado del “malo”: de allí lo importante de ponderar la inversión que prevalece en el título. Se trata del doctor Thomas Stockmann, en una ciudad cuyo balneario resulta ser la principal atracción turística y el motor de la economía local.

Salud. Solo que el galeno posee firmes principios y denuncia que el agua contiene una bacteria contaminante, la cual, desde luego, pone en riesgo la salud de todos. Eso lo enfrenta con intereses creados, poderosos, periodistas y hasta con el alcalde, ¡hermano suyo! La dicotomía planteada resulta desde luego completa, impactante, entre intereses económicos y la salud de la gente. El concepto “salud”, por tanto, trasciende el bienestar corporal hacia la ética de la comunidad.

Nuestro país no es un simple spa como ahora reza por todas partes la palabrita originaria de un topónimo belga, pero por la espantosa huelga, que no acaba de terminar, salta a la vista el paralelo: tiene razón mi colega Carlos Cortés al advertir que desde el big bang aquí no pasa nada. Peor: mi matutino pone como título grueso que “termina huelga en el Ebáis y hospitales sin represalias”. Pues, viva la Pepa porque, pese a la declaratoria de ilegalidad, pese a amenazas en firme del presidente ejecutivo de la CCSS, quedan más de cien mil citas por reprogramar y se pospusieron 3.500 cirugías, amén de una suma multimillonaria pagada por lavar ropa y proporcionar alimento a los enfermos. Como en la obra teatral, ¿no importa la colectividad? ¿Al carajo la salud?

Ética. En su combate encarnizado, al doctor lo tratan de traidor y “el pueblo” le hace la vida imposible a él y a su familia. En lo que acaba de pasar aquí no cabe conflicto abierto: a la larga, entre componendas y paños tibios, somos hermaniticos. Pero de verdad, entraron en vivo contraste la perspectiva de la comodidad, de lo inmediato, lo individual, frente a la previsión, la colectividad y el porvenir.

En nuestra Costa Rica, pocos médicos tuvieron la ética, no solo de obedecer a su juramento hipocrático, sino también de poner en evidencia por la prensa su postura ética.

Más allá de la gritería, de la obstrucción de vías, de la destrucción de medios de producción, del vandalismo nefasto hasta la “simple” holgazanería de muchos (como la educadora que se habría ido de viaje, ¡por favor!) convendría poner las barbas en remojo –sí, hombres y mujeres– para trascender el triste espectáculo que hemos vivido, al que hemos sobrevivido otra vez, en una nefasta mezcolanza de “yo no fui”, de “tengo derecho” y el consabido “pórtami”. Pero siguen grupúsculos viendo su agosto en octubre.

Total, prevalece otra vez una lamentable actitud de creer que el país es como un regalo caído del cielo y la democracia (con su institucionalidad y su presidente elegido) no resulta más que un trapito que se puede ensuciar y estropear. La gozadera ingenua de considerarse uno “el pueblo” constituye un mito que un marxismo trasnochado trata de mantener vivo.

¡Ojo! No se trata de poner en duda el derecho constitucional de huelga, pero de qué forma. Mi colega De la Cruz, en reciente artículo divulgado para la Academia de Geografía e Historia, advierte a las claras contra la tendencia inveterada a creerse inmune al desastre, a que huelga significa dolce far niente y anarquía trotskista.

En determinado momento, incluso, por nuestra inacción (mezcla incendiaria de lo pasivo y un etéreo pacifismo), el enemigo del pueblo hasta podemos ser nosotros. ¡Manos a la obra!

valembois@ice.co.cr

El autor es educador.