El misterioso manchón blanco

Uno o varios energúmenos se están dando a la tarea de lanzar pintura en carreteras recién recarpeteadas

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Los extraños acontecimientos que voy a relatar no son obra de una mente creativa o de alucinaciones al volante; son producto de una observación prolongada y rigurosa.

En los últimos años, he notado que manchones de pintura blanca suelen aparecer en los sitios donde se realizan trabajos de recarpeteo o reconstrucción de vías.

A veces, la maquinaria ni siquiera ha terminado de completar su labor cuando “brotan” gruesas o largas salpicaduras de la nueva capa asfáltica.

Es como si la varicela atacara por las noches el asfalto recién colocado y dejara sobre la oscura superficie marcas que resultan bastante notorias durante el día.

Al principio, pensé que el responsable de los llamativos salpicones era algún descuidado, pero, conforme observé que el patrón se repetía una y otra vez, llegué a la conclusión de que hay gato encerrado.

Uno o varios energúmenos se están dando a la tarea de lanzar pintura, como si se tratara de un ritual de bautismo, para dejar un sello personal en los tramos reparados.

He visto estos garabatos intencionales en la Circunvalación norte, el paso elevado en Guadalupe, la radial hacia Heredia, la carretera General Cañas y en un tramo de la ruta 32, entre el cruce de Doña Lela y el puente del Saprissa.

Ya sea por una travesura, un acto de vandalismo o una distorsionada visión artística, esta conducta denota un grosero irrespeto hacia la infraestructura pública y las personas que la utilizan.

Tal parece que a esos seres dañinos no les gustan las cosas bonitas, bien hechas y en buen estado. Más bien, sienten algún tipo de satisfacción al estropear el acabado final de obras que cuestan millones de colones.

Pero los autores de los manchones no son diferentes de otros personajes que arrasan con barreras divisorias, señales de tránsito, ojos de gato, alcantarillas, vidrios de mupis y cuanta cosa se encuentren en las vías.

Tristemente, tales actos destructivos quedan impunes porque pasan inadvertidos a los ojos de las autoridades y porque los ciudadanos preferimos mirar hacia otro lado cuando topamos con estos destructores.

El problema es que el desentendimiento tiene un costo. Los daños no solo afean las carreteras y ponen en riesgo a los usuarios, sino que devalúan el dinero invertido por los contribuyentes en obras. Esas son marcas que pasan factura.

rmatute@nacion.com

El autor es jefe de información de La Nación.