El frenético tiempo y el caótico espacio

Cuando nuestra vida es germen de bondad y de gratuidad, basta una simple razón para dar color y calor a un mundo que a veces parece oscuro, frío y desgarrador.

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Tiempo y espacio son dimensiones esenciales de nuestra existencia, pero es imposible definirlos. Tal vez esto se deba a que los experimentamos desde nuestra subjetividad, que involucra una gran serie de sentimientos, emociones e ideas. El tiempo y el espacio que gustamos no son los conceptos abstractos de la física.

Cada experiencia tenida está enmarcada en ambientes que condicionan nuestra percepción: colores, sabores, olores, figuras, personas y objetos resplandecen con destellos propios y característicos y se impregnan en nuestra memoria como sigilos que guardan un secreto. En efecto, el tiempo y el espacio están llenos de misterio.

Conforme nuestra experiencia crece y se multiplican los momentos vividos, aumenta en nosotros el deseo por desvelar un sentido, una razón que ilumine y que permita comprender algún tipo de porqué. La subjetividad de la experiencia nos empuja a tratar de encontrar alguna objetividad. Pero la verdad es que cuanto más se trata de encontrar esa razón, más y más la impresión individual y aleatoria parece controlarlo todo.

La experiencia nos va cincelando como una persona irrepetible, única, sujeta a los vaivenes de un alma caprichosa, aunque llena de riqueza vivida. Los porqués se van sucediendo conforme avanzamos en el camino de la existencia, en razón de muchas y particulares motivaciones e intenciones.

No es lo mismo el porqué de la adolescencia, al de la edad madura. Pero cada una de esas respuestas, si bien no completas y acabadas, nos resulta en ese particular momento esencial y necesaria.

Entonces, aparece la crisis y las respuestas que dimos resultan inadecuadas, porque la realidad nos vuelve a acorralar en millares de nuevas experiencias que, al impactarnos subjetivamente, parecen desafiarnos a buscar una nueva razón.

No importa si alguna vez decidimos contentarnos con la idea de que esas respuestas no existen, o que son solo fragmentos de un mosaico perdido hace tiempo, o bien solo selecciones de detalles en medio de un caótico estallido de cosas sin sentido. Lo cierto es que no estamos hechos para dejar de escarbar en nosotros la tierra de la duda y el ansia del descubrimiento. Tiempo y espacio son un misterio que queremos desvelar.

La experiencia. Un segundo puede parecer la vida entera, y una vida se puede acabar en un instante. El mismo espacio parece enorme cuando estamos cómodos con él, o una estrecha prisión, cuando anhelamos libertad.

La experiencia moldea el espacio y el tiempo, así como esta depende de ellos. Se ven distintos a nosotros, pero el espacio y el tiempo también somos cada uno. Tanto es cierto lo que acabamos de decir, que nuestra propia conciencia nos introduce en el juego de contemplarnos como otro, como algo distinto a lo que somos. Así, nos sorprende vernos incoherentes o brillantes, amorosos u odiosos, bellos y putrefactos. Ante nuestros ojos el espacio se percibe y el tiempo nos ayuda a explicar el movimiento. Pero incluso cuando todo está quieto, lo que parece moverse implacable es el tiempo mismo, que arrastra al espacio hacia su consumación incontenible.

Y cuando pensamos en la historia, a eso que llamamos sucesión de acontecimientos concatenados, nos asombra encontrar siempre nuevas informaciones que hacen que la secuencia por nosotros creada fuera un ardid de nuestra mente, de nuestros deseos o impulsos.

Sí, la historia cambia dependiendo de los ojos del que la ve. Buscamos también allí la objetividad, pero no alcanzamos a tenerla, porque nuestras precomprensiones acerca de la vida nos obligan a confundir los eslabones que la componen.

La vida humana se muestra, por eso, ilógica y errática, como las líneas locas de la geometría no euclidiana, que permiten construir mundos imposibles, pero pensables.

Terminó otro año, vuelve a nosotros la convención del conteo del tiempo a conmovernos, nos hace recordar y nos impulsa a construir nuevas visiones acerca del futuro. Pero ¿cuándo empezó esa cuenta y qué sucedió con las horas que se tienen que ajustar cada cierto número de años? Porque resulta que nuestros sistemas de medición del tiempo están plagados de imperfecciones. Ningún giro de la Tierra es completamente igual al otro, todos difieren porque el espacio se niega a ser controlado por los objetos que lo habitan: nunca volvemos al mismo sitio en la órbita en torno al Sol. Todo parece regular y, sin embargo, nada lo es en ese fluir del tiempo que se mide desde el espacio.

Nunca en el mismo lugar. Otro tanto habría que decir de nuestra experiencia en el transcurrir de la vida. Nunca se está en el mismo lugar, nunca se vuelve al mismo sitio, por más regulares que sean nuestros hábitos. Todo cambia, incluso nosotros. Ningún rostro es el mismo, ni siquiera de un instante al otro. Una célula muere, otras nacen, otras envejecen, unas se regeneran otras degeneran, casi imperceptiblemente, pero a la larga los efectos de esas mutaciones se van mostrando sin piedad. Nos pensamos de una manera y el espejo nos desengaña. Reaccionamos como siempre, pero nuestros músculos nos recuerdan que el tiempo ha pasado.

Vemos a los demás y notamos su cambio, pero nos percatamos que también nosotros lo hemos tenido. Un cambio nos empuja a reconsiderar el otro y este al siguiente, y el recuerdo se vuelve evolución y añoranza. Cuando compartimos esos recuerdos nos alegramos, pero también sentimos nostalgia de no poder estar en aquel instante y en ese mismo espacio otra vez.

Es posible que hayamos inventado la reanudación en la cuenta de los años solo como fruto de un deseo inalcanzable. Todo cambia, pero quisiéramos que todo fuera regular, normado y seguro. La vida, lamentablemente, no lo es. Tiempo y espacio se confabulan siempre para que la existencia sea sorpresa y dinamismo.

¿Y si esa fuera la razón que tanto buscamos, el porqué tan anhelado? ¿Estaríamos a gusto con esta respuesta? No parece, porque afirmarlo pone en crisis nuestra serenidad. Sería como ser una gacela siempre asustada y vigilante, para no ser comida por la fiera carnívora que acecha escondida.

Tenemos que admitir que la vida muchas veces nos parece extremadamente peligrosa. Construimos casas, ponemos cercas, levantamos fortalezas y ciudades, pero nunca podemos exorcizar del todo la amenaza.

De hecho, nosotros mismos somos amenaza. Lo representamos para otros, porque nuestra libertad de acción no puede ser sometida al querer ajeno. Lo experimentamos de nosotros mismos, porque más de una vez traicionamos nuestros valores y creencias profundas.

Temor. Que todo sea sorpresa y dinamismo nos aterra porque eso significa que somos presa fácil del devenir. Sí, lo sabemos, hasta los más bellos proyectos pueden estar teñidos de fracaso y desilusión. ¿Cabe, entonces, rendirse? Si esta fuera nuestra única salida, la angustia se apoderaría de nuestra alma y terminaríamos cerrándonos más y más a la novedad que este cambio constante y frenético nos ofrece.

Parece mejor, sin lugar a dudas, aceptar la tensión que existe en nuestro interior cuando nos enfrentamos al misterio del tiempo y del espacio. Buscar razones, es alimentar el alma con esperanza y negarse a caer víctima del miedo que inmoviliza.

Las razones no necesariamente tienen que ser absolutas, tienen que generar otras cosas: gozo, entusiasmo, disponibilidad, utopía, creatividad, donación, entrega, amor.

Es extraño, pero cuando se llega a esta conclusión parece ser que la objetividad que se busca tener de la realidad solo sirva para hacer acicate a una disposición existencial ante el cambio de todo lo que existe.

Las razones no dan soluciones, es la misma existencia lo que vuelve significativa la experiencia del tiempo y del espacio. Allí estriba el gran misterio. Cuando nuestra vida es germen de bondad y de gratuidad, basta una simple razón para dar color y calor a un mundo que a veces parece oscuro, frío y desgarrador.

El autor es franciscano conventual.