El excepcionalismo de la educación superior estadounidense

En términos de la cantidad de premios nobel producidos, ocho de las principales diez universidades del mundo están en Estados Unidos, así como 42 de los mayores 50 fondos de donación para fines universitarios.

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STANFORD – En la segunda mitad del siglo veinte, las universidades y otras instituciones de educación superior estadounidenses surgieron como actores dominantes en la ecología de la educación superior, posición que mantienen hasta el día de hoy. En términos de la cantidad de premios nobel producidos, ocho de las principales diez universidades del mundo están en Estados Unidos, así como 42 de los mayores 50 fondos de donación para fines universitarios. Y, si se ordenan por producción de investigación, 15 de las mejores 20 instituciones tienen su casa matriz en EE. UU.

Dados estos indicadores, pocos pueden cuestionar que el modelo estadounidense de educación superior es el más exitoso del mundo. La pregunta es por qué, y si se puede exportar.

Si bien las universidades más antiguas se remontan a los siglos diecisiete y dieciocho, el sistema estadounidense de educación superior se formó a principios del siglo diecinueve, en condiciones en que el mercado era sólido, el Estado era débil y la Iglesia estaba dividida. El concepto de “universidad” surgió por primera vez en la Europa medieval, con el fuerte apoyo de los monarcas y la Iglesia católica. Pero en Estados Unidos, con la excepción de las academias militares estadounidenses, el gobierno federal nunca logró crear un sistema de educación superior, y los estados eran demasiado pobres como para financiar universidades dentro de sus fronteras.

En estas circunstancias, las primeras universidades estadounidenses eran corporaciones sin fines de lucro que se regían por las constituciones estatales pero obtenían poco dinero del gobierno. En su lugar, dependían de las matrículas de los estudiantes, así como donaciones de las élites locales, la mayoría de las cuales tenía más interés en la valorización de sus propiedades colindantes con la institución que en apoyar la educación.

Como resultado, la mayor parte de las universidades estadounidenses se fundaron en las fronteras más que en las ciudades, como formas de atraer colonos que compraran tierras. De este modo, las primeras ciudades universitarias eran el equivalente a los campos de golf actuales: enclaves verdes que prometían una mejor calidad de vida. Al mismo tiempo, las diferentes denominaciones religiosas competían por patrocinar universidades para plantar sus propias banderas en nuevos territorios.

Esta competencia generó una serie de universidades pequeñas, rurales y con pocos fondos, manejadas por administradores que tenían que aprender a sobrevivir en un ambiente altamente competitivo y donde la oferta precedía grandemente a la demanda. Como resultado, estaban posicionadas para aprovechar las modestas ventajas a su disposición. La mayoría eran altamente accesibles (había una en cada ciudad), baratas (la competencia limitaba los precios de las matrículas) y específicas de su geografía (a menudo las universidades se convirtieron en avatares de las ciudades cuyos nombres tomaban). Para 1880, la cantidad de universidades de Estados Unidos quintuplicaba a las de toda Europa.

La consecuencia accidental de esta temprana saturación fue un sistema radicalmente descentralizado de educación superior con un alto grado de autonomía. El presidente de la institución, por lo general un clérigo, era en la práctica el director ejecutivo de una empresa que se esforzaba por atraer y retener estudiantes y donantes. Si bien los presidentes de universidades a menudo mendigaban dinero estatal (y, en ocasiones, lo recibían) el financiamiento del gobierno no era importante ni fiable.

Ante la falta de seguridad financiera, estos directores ejecutivos de la educación se tenían que buscar la vida. Eran hábiles para establecer relaciones a largo plazo con los notables locales y los estudiantes que pagaban sus matrículas. Cuando los estados comenzaron a abrir universidades públicas a mediados del siglo diecinueve, las nuevas instituciones se adaptaron al sistema existente. Los fondos estatales seguían siendo insuficientes, por lo que quienes encabezaban las universidades públicas necesitaban atraer matrículas de los estudiantes y donaciones de los graduados.

Para comienzos del siglo veinte, cuando las inscripciones comenzaron a aumentar en respuesta a la creciente demanda de trabajadores de oficina, el sistema mixto público-privado se fue ampliando. La autonomía local dio a las instituciones la libertad de crear una marca en el mercado y, ante la ausencia de un sólido control estatal, los líderes de las universidades posicionaron a sus instituciones para aprovechar oportunidades y adaptarse a unas condiciones cambiantes. A medida que los fondos de investigación se elevaban tras la Segunda Guerra Mundial, los administradores universitarios comenzaron a competir con fuerzas por estas nuevas fuentes de apoyo financiero.

Para mediados del siglo veinte, el sistema estadounidense de educación superior había alcanzado su madurez, ya que las universidades capitalizaban en estructuras de gobierno autónomas y descentralizadas para aprovechar las oportunidades de crecimiento que surgieron en la Guerra Fría. Podían disfrutar del apoyo público que habían desarrollado en los largos años de austeridad, cuando un grado universitario era barato y muy accesible. Con excepción de las universidades más antiguas de Nueva Inglaterra (las “Ivies”), las universidades estadounidenses nunca desarrollaron el aura elitista de las del Viejo Continente, como Oxford y Cambridge. En su lugar, conservaron un ethos populista (reflejado en fútbol, fraternidades y estándares académicos flexibles) que continúa sirviéndoles políticamente.

Entonces, ¿pueden otros sistemas de educación superior adaptar el modelo estadounidense a sus condiciones locales? La respuesta es clara: no.

En el siglo veintiuno no es posible que surjan universidades con el mismo grado de autonomía que las estadounidenses disfrutaron hace 200 años, antes del desarrollo de un Estado nación fuerte. En la actualidad, la mayoría de las instituciones de educación superior no estadounidenses son filiales de propiedad del estado; los gobiernos definen las prioridades y sus administradores las impulsan desde arriba hacia abajo. En contraste, las universidades estadounidenses han conservado el espíritu de independencia y los académicos suelen disfrutar de bastante libertad para canalizar ideas emprendedoras hacia nuevos programas, institutos, escuelas e investigación. Esta estructura desde las bases hace que el sistema universitario estadounidense sea costoso, impulsado por los consumidores y profundamente estratificado. Pero también es lo que le da su ventaja global.

David F. Labaree es profesor de Educación en la Universidad de Stanford y autor de ‘A Perfect Mess: The Unlikely Ascendancy of American Higher Education’. © Project Syndicate 1995–2018