El deseo de dominar

Se tiene que tener en cuenta que los perpetradores de los atentados recientes crecieron y se educaron en Occidente, en el supuesto mundo libre

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Era 1993, el cansancio todavía dominaba mi cuerpo. Estar en otro país, a miles de kilómetros de distancia de la propia tierra y apenas aprendiendo la lengua, deja a cualquiera exhausto. Se comía bien porque en Italia la mesa siempre es generosa.

Después de almorzar, me tiré en la cama para una siesta, me desperté sorprendido con la sensación de haber sentido un temblor, pero la lámpara que colgaba en la habitación no se movía. Pensé que soñaba, pues estaba en un cuarto piso y sería imposible que con un sismo la lámpara no se moviese, así que me lancé de nuevo en la cama para recuperar el sueño perdido.

Una segunda trepidación, acompañada de un estruendo, me hizo levantar de nuevo: no dormía, el ruido que percibí fue real, pero la lámpara seguía sin moverse. Me fui a la ventana y vi una columna de humo en forma de hongo. Aquella visión hablaba de una obra humana. La naturaleza no se había manifestado, pero como supe después, el odio de la mafia había protestado de esa manera contra las palabras duras del papa Juan Pablo II que, en Sicilia, la había condenado como un gravísimo pecado.

El terrorismo actúa así, en la sorpresa y la confusión, tratando desesperadamente de dar un mensaje. Cuando los actos violentos invaden la cotidianidad, el sinsentido emerge potente y aterrador. No se entiende lo que acontece, no hay una razón que motive las acciones violentas: la sorpresa, la crueldad y la eficacia son los componentes esenciales para crear un sentido segundo, que nace poco a poco después de un atentado: el miedo de sentirse inseguros.

En el acto terrorista no hay lucha ideológica, ni desestructuración de un sistema social, sino solo desestabilización de la armonía cotidiana. Surge, entonces, la necesidad de encontrar una causa que explique lo que ha acontecido.

Odio como motivo. Un primer intento de hacerlo es declarar la inhumanidad del atacante. Y con razón lo afirmamos porque hay que tener mucho odio o ira en el corazón para perpetrar un acto similar. Pero esta explicación resulta insuficiente porque solo responde a nuestras sensaciones más inmediatas.

Se podría argüir que hay razones ideológico-políticas en conflicto que evolucionan en estos actos violentos, pero ¿para qué atacar a gente que no tiene que ver con las grandes decisiones políticas? ¿Qué genera la cólera que se expresa en la muerte de inocentes?

Si nos atenemos a los comunicados de los organizadores de los ataques terroristas de estos años, la única razón esgrimida es el odio, camuflado de intolerancia religiosa. Pero se tiene que tener en cuenta que los perpetradores de los atentados recientes crecieron y se educaron en Occidente, en el supuesto mundo libre.

De allí que se pueda pensar que la generación de situaciones de injusticia, incluso en las grandes ciudades occidentales, han dado como resultado una reacción violenta como contrapartida. Se vive el odio como una represalia, sería la conclusión lógica.

Todos estos intentos de explicación, sin embargo, resultan todavía demasiado simplistas. Los terroristas usan armas y utilizan estrategias occidentales, se valen de la tecnología, se muestran arrogantes en sus pretensiones, intentan oponerse a los que definen su enemigo natural usando los mismos medios de esos supuestos adversarios.

Entonces, si el Occidente es la fuente tecnológico-estratégica del terrorismo, ¿qué diferencia existe entre ellos y nosotros? La respuesta fácil llega de inmediato, que ellos matan a gente inocente y Occidente no. Pero ¿qué hay de los miles de muertos y de heridos (también emocionales), víctimas de tantas formas de violencia en cualquier parte de la Tierra por la simple puesta en práctica de lo socialmente establecido como legal o permitido? Por ejemplo, el mundo de la guerra se mueve por el comercio de armas, pero la gran mayoría han sido fabricadas por inversionistas de las grandes potencias con industrias legalmente instituidas en Occidente; se cometen injusticias laborales, porque nos ampara el procedimiento legal; se cometen actos contrarios a la ética más básica, solo porque no se han definido como delitos.

Ansias de dominio. El ansia de dominio tiene muchas máscaras, fabricadas de ideologías, de cosmovisiones transmitidas masivamente, de intereses económicos, de manipulaciones, de informaciones sesgadas, de leyes interpretadas a pura conveniencia, de trámites, de venta de imágenes públicas y de tantas otras cosas.

El deseo de dominar se justifica a sí mismo: la persona se protege de los intrusos, elabora estrategias, se vende cuando es necesario y se prostituye cuando es conveniente.

No es necesario ser el más idóneo o el más rico para acceder al poder. Hoy es posible moverse poderosamente en la marginalidad, en el secreto de los barrios bajos o de la élite; eso es indiferente: el deseo de dominar a otros se concreta en el ejercicio de una voluntad absolutista y caprichosa, por eso, irracional.

Lo dicho hasta ahora nos pone en guardia: ¿Tenemos también nosotros un deseo de dominio incontrolable? Es decir, un deseo que condicione nuestras opciones y dirija nuestros razonamientos. La respuesta es sí, porque es innegable que perviva en muchos ámbitos, laborales, sociales, institucionales y hasta culturales. ¡Nos parecemos demasiado a los terroristas! Es más, podemos entender su modo de acción desde una lógica cercana y casi cotidiana, que guía nuestras acciones.

Nos debe alertar que los terroristas son capaces de mimetizarse con nuestro ambiente. Ellos pueden vivir a nuestro lado con la mayor naturalidad porque, mientras no cometan atrocidades, viven como nosotros. ¿Acaso no es la competencia el vademécum de la economía? ¿No es el ansia de ganancia lo que genera la iniciativa productiva de muchos?

Claro, se citará a John Stuart Mill o a Adam Smith para avalar la libertad y la lógica del mercado como promotores del desarrollo. Pero de ellos se habla poco respecto a su apego a la ética, de sus reflexiones acerca del peligro de la tiranía, del equilibrio que proponían en la búsqueda de la armonía social o de la conveniencia de una educación (incluso religiosa) de calidad para evitar los excesos del egoísmo.

La verdad de las cosas es que nos abocamos en unos específicos derroteros para defender el talante “moderno” de nuestra ideología compartida; nos enfilamos en el nihilismo, que relativiza todo en función del poder, pero lo hacemos con ropaje de oveja.

Consecuencias de nuestras decisiones. En efecto, hoy abundan los mensajes “espirituales”, las “comunicaciones angélicas”, la “comunicación de la energía positiva”, la comunión con la “fuerza” y otras cosas similares; pero nadie se pregunta acerca de las consecuencias que tiene en los otros cada opción cotidiana.

Olvidamos con nefasta simplicidad que en nuestras decisiones reflejamos nuestra ética, nuestra visión de mundo y nuestra capacidad de acción en la sociedad. La “religión” ahistórica, la del pseudodiscurso racional-holístico, que no necesita reflexionar sobre la ética cotidiana, nos encubre.

Por eso, se puede ser religioso e irreligioso, ético y amoral, político e indiferente, porque el sentido de coherencia no pasa por el día a día. Este es un verdadero fundamentalismo destructivo: separamos la vida de los valores, el discernimiento de la hora de actuar y el hoy del anhelo de un futuro mejor compartido.

El discurso religioso de los terroristas fundamentalistas actuales tiene esta característica nihilista. Por eso, la gente asesina y se mata, la vida humana es prescindible, porque no tiene relación con la religión, ni con la ética, ni con la democracia y, mucho menos, con el sueño de un mundo nuevo.

La “religión” a la base del terrorismo solo sirve como un instrumento del ansia de dominación. El cielo prometido en ese discurso, no es más que una tergiversación creada por el poder y una manifestación de la desilusión por construir en la cotidianidad aquello que se sueña. Por eso, tantos jóvenes, ávidos del ansia de dominio, publicitado en tantas instancias, encuentran en ese discurso lleno de intolerancia, la realización de sus mayores fantasías.

El autor es franciscano conventual.