El arte costarricense no es ni pobre ni escaso

La muerte de Rafa Pérez nos obliga a reflexionar sobre tantos otros artistas que partieron

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Uno desearía siempre estar rodeado de artistas: que toda aurora tuviera la luz que daba a sus frescos Miguel Ángel, que toda puesta de sol tuviera los colores con que inundaba sus tardes Monet, que toda noche tuviera las estrellas que bailaban en el cielo de Van Gogh, que todo diálogo tuviera la filosofía de Esquilo, que toda conversación tuviera la belleza de Shakespeare, que toda discusión tuviera la picardía de Tennessee Williams, que todo juego de infancia tuviera de música de fondo a Shostakóvich, todo impulso romántico adolescente a Rajmáninov, toda reflexión de madurez a Mozart.

Uno desearía siempre estar rodeado de artistas y, sobre todo, que esa compañía fuera eterna. Pero el arte no puede prolongar la vida, aunque sí trascenderla. Recientemente, lamentamos la dolorosa partida de uno de nuestros más queridos artistas, Rafa Pérez, quien, con su muerte, alcanza ahora la inmortalidad.

El silencio marca generalmente el duelo que hacemos por toda gran persona. Tratemos de rendir homenaje a Rafa Pérez demostrando nuestro luto con música. No deberíamos guardar un minuto de silencio por él; deberíamos tocar música todos los días, semanas y meses en su memoria. Esa es la mejor forma de recordarlo. Que cada cuerda tiemble en su honor, que cada voz que se eleve sea nuestro mejor homenaje a un hombre que supo poblar nuestros silencios, que todos los días y todas las noches sean “una noche inolvidable”.

La muerte de Rafa Pérez nos obliga a reflexionar sobre tantos otros artistas que partieron, desde Melico Salazar y Carmen Granados hasta Ray Tico; desde Francisco Amighetti hasta Rafa Fernández; desde Jorge Debravo hasta Magón. El arte costarricense no es ni pobre ni escaso. Incluye orquestas sinfónicas al mismo tiempo que mariachis, tenores a la vez que cantantes de cumbia, bailarines de ballet pero también de hip hop. Y ninguno de ellos debe considerarse más artístico que el otro, porque, como bien afirma Jorge Debravo en su maravilloso credo: “Todos los frutos tienen jugo dulce, y no hay frutos que tengan jugo amargo. No es culpa de los frutos si tenemos el paladar angosto y limitado”.

El arte es la manifestación menos natural pero más necesaria del sentimiento de una colectividad. Existe una razón por la cual los hombres primitivos pintaron en cuevas y tomaron los huesos producto de su caza para generar percusión: somos animales sociales, como adivinaba Aristóteles, y esa sed social nos impulsa a una comunicación de ideas voraz, que aprovecha todo posible mecanismo para expresarse.

Arte en el ADN universal

El arte es uno de los más antiguos y universales códigos de comunicación. Por eso nunca estará desligado de la vivencia popular, sino todo lo contrario: se nutre de ella y en ella encuentra su origen y su destinatario.

El arte es tan importante como la industria; la danza, tan esencial como el arado; la literatura, tan necesaria como el alimento. En la vida no solo hay que sobrevivir, sino llenar la existencia. Llenarla de eventos y obras, de cosas maravillosas y buenas.

Hay que añadir y edificar. Hay que construir y transformar. Hay que educar para aprender a conocer la belleza, hay que aprender a sumergirse en los laberintos de la emoción humana manifestada en el arte. Recibimos el mundo como un pedazo de arcilla eternamente húmeda. Devolverla intacta es señal de ingratitud y despilfarro. Solo el ser humano que crea y recrea ejerce plenamente su derecho a vivir.

Mucho se ha dicho de cuánto ayuda la educación artística en la formación de un niño o joven. Estudiar cualquiera de las manifestaciones artísticas es sumergirse en el conocimiento profundo de una fibra que cada quien guarda dentro y que muy pocos nos atrevemos a tocar: la sensibilidad frente a lo que es hermoso.

El gran autor norteamericano Edgar Allan Poe nos dice que “en los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan tocar sin emoción”. Esas son las cuerdas que viven ocultas en la mayoría de las personas, esperando que alguna mano generosa venga a extraerles su melodía. Y, como laúdes viejos y empolvados, pueden pasar la vida entera sin ser descubiertos, sin cumplir el único propósito que un instrumento tiene en esta vida, el propósito de ser tocado. Vivir sin alcanzar las profundidades del espíritu humano es vivir en la superficie de un mar en cuyo fondo reside el secreto de la vida.

Todos conocemos de música

Es bien sabido que las personas rechazan instintivamente aquello que desconocen. La mejor forma de que nuestros habitantes se interesen por la música es, por tanto, demostrarles que ya saben mucho de ella. Creo que ese es un punto de partida fundamental: un ciudadano común conoce, sin saberlo, gran parte de lo mejor del arte musical.

Cada vez que vamos a una boda escuchamos un fragmento del Sueño de una noche de verano de Felix Mendelssohn, o del Lohengrin de Richard Wagner. Cada vez que asistimos a una graduación los estudiantes desfilan con la marcha triunfal de la Aida de Giuseppe Verdi, o con Pompa y circunstancia de Edward Elgar.

El Ave María que cantamos a las 6 de la mañana es una obra maestra de Franz Schubert y el Aleluya que cantamos en misa es una composición de Georg Friedrich Haendel. Una de las más populares tonadas de cuna fue compuesta por Johannes Brahms, la música del Llanero solitario que todos conocemos es la obertura de una ópera de Gioacchino Rossini y el can can que asociamos con las bailarinas de París en realidad es un fragmento de una ópera de Jacques Offenbach.

Sin darnos cuenta, todos conocemos ya mucho de música. Podemos tararear algunas de las más importantes composiciones de la historia. Solo nos falta tener un poco más de curiosidad: estar más sedientos por aprender.

Es importante que el costarricense entre en contacto con su propia riqueza artística y cultural. Hay que ayudarle a cruzar el umbral, a dar ese paso decisivo y dramático que lleva al ser humano a una existencia en donde ya no es posible vivir sin colores, sin formas y sin melodías.

Debemos ser capaces de hacer el tránsito de una población interesada en el arte a una población apasionada por el arte. Yo creo firmemente que podemos construir ese tipo de sociedad. Creo que puede llegar el día en que cualquier estudiante de Costa Rica recite un verso de Jorge Debravo; en que cualquier joven distinga los rasgos de una escultura de Manuel Vargas; en que cualquier ama de casa tararee los acordes del folclor nacional en los arreglos sinfónicos de Carlos Guzmán.

Nuestra aspiración debe ser que el costarricense no solo conozca nuestro arte, sino también el arte universal. Alcanzar esa meta requiere paciencia y esfuerzo, pero requiere, sobre todo, compromiso. Quisiera que nuestro pueblo tenga la oportunidad de gozar de una educación artística, de entrar en el reino de los sueños ajenos, de sembrar ilusiones en terrenos baldíos, de construir palacios en las nubes del pensamiento, de invitarlos a visitar otras culturas, a conocer otros horizontes, de darles colores a sus paletas para que pinten el amanecer de un nuevo día. Un día de mayor grandeza para nuestro espíritu.

Siempre he sido el más empedernido de los aficionados y el más fiel de los servidores del arte. Seguiré siendo su aliado y su defensor y creeré, hasta el último de mis días, que sobre el lienzo y la arcilla fresca escribiremos una historia de grandeza para la cultura de nuestra tierra.

oscar@arias.cr

El autor es expresidente de la República.