¿Dónde amar en la ciudad?

La ciudad de San José aleja su presente y su pasado de sí misma, y sin ser puerto lo es de ninguna tierra

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Por lo general, relacionamos los lugares para amar con aquellos donde pasamos el tiempo libre, por ejemplo, los parques, los jardines, las playas, las fiestas, los carnavales, las montañas y muchos otros donde hemos depositado las ideas de libertad, relajamiento, belleza, hedonismo y afecto.

Esos escenarios forman parte de la gran erótica vital que históricamente experimentamos con ligeros cambios, según los movimientos culturales.

Pero hablo del amor, y si conferimos al amor el ser sentimiento para unos y emoción para otros, que mantiene unida la fuerza de la buena vida en el sentido clásico, entenderemos que es una energía que va mucho más allá de la genitalidad y la experiencia que aportan los sentidos.

El amor también es emocionalidad idealizada por medio de los conceptos que tengamos sobre el bien, la belleza y la felicidad.

Las escenas transcurren cargadas de romanticismo o erotismo en los lugares que antes mencioné, pero ¿qué escenas ver si estas no ocurren en la ciudad de Venecia o París? ¿Dónde amar en la ciudad, en esta ciudad de San José, si no es en los bancos de sus contados parques, como pequeños recordatorios del reino natural donde se considera que somos más libres y con tiempo para el afecto?

Hay lugares y no todos están en el presente. Los cines, con sus taquillas adornadas con espejos donde no queríamos vernos, los teatros y sus escenarios abiertos en la noche que nos dejaban con el buche lleno de conversaciones intensas, los conciertos que hacían volar los sentidos, los bares con sus separados de colgantes rojos en los segundos pisos para los que buscaban intimidad, los salones de baile con sus luces intermitentes y sus baños desabridos para los amantes de la hebilla y el tacón con brillo.

También estaban, y están, los clubes que venden ilusiones de amor sexual, las terminales de buses donde alguien espera a alguien y alguien llega por alguien, las sodas en vez de las cafeterías con sus arreglados y batidos de papaya en leche.

Y entre todos esos lugares están las mentes oyendo la música popular y recordando las canciones, las caras, las bocas, los ojos, las sonrisas, los cuerpos, los movimientos, los olores, los pedazos de afecto que se han dejado en los asientos de los autobuses, los autos, las sillas de las clases, los bordes de las escaleras, los patios de los colegios o las aceras.

Y allí está el cielo, el gran escenario de los amores, cúpula de aire que se encelaja y emociona en cada ocaso, dando paso a la oscura melancolía del tiempo que se va y no vuelve.

Pero salen los astros y cerramos los ojos y volvemos a ver la ciudad con los ojos de los recuerdos emocionados, y allí está el mercado central con sus tienditas abarrotadas de pequeños y grandes afanes. Olor a cuero y a raíz de violeta para aromatizar la ropa. Café molido y hojas para los tamales, pan recién horneado y maní garapiñado.

Todo eso en un par de cuadras que suscitan amorosas imágenes de lo que en realidad es un segmento urbano congestionado y vehículos y camiones mal parqueados.

Otros olores y otros sonidos existen en ese paisaje que el amor idealiza. Ojos rojos, caras serias, cuerpos a la defensiva, ruido y más ruido, olores desagradables y espacios mínimos para caminar.

No hay tiempo para el amor en una ciudad sin tiempo y sin lugares. Una ciudad parqueo, una ciudad que aleja su presente y su pasado de sí misma y que sin ser puerto lo es de ninguna tierra.

Qué mejor metáfora sobre dónde amar en la ciudad que la del poema del español Ángel González, Inventario de lugares propicios al amor: “¿A dónde huir, entonces? / Por todas partes ojos bizcos, / córneas torturadas, / implacables pupilas, / retinas reticentes, / vigilan, desconfían, amenazan. / Queda quizá el recurso de andar solo, / de vaciar el alma de ternura / y llenarla de hastío e indiferencia, / en este tiempo hostil, propicio al odio”.

doreliasenda@gmail.com

La autora es filósofa.