Democracia, populismo y retroceso

Al populista lo que menos le interesa es nutrir con apego a la verdad y rigor técnico sus premisas y diagnósticos

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¿Qué sería una democracia perfecta? La pregunta que me interesa abordar es sobre el funcionamiento de la democracia; no sobre los requisitos normativos generalmente aceptados para que un régimen se denomine democrático, donde sobresalen elecciones libres, derecho universal a elegir y ser elegido, autoridad electoral independiente de los partidos políticos, separación de poderes y, sobre todo, independencia del poder judicial, igualdad ante la ley, libertad de expresión, rendición de cuentas, transparencia de las instancias de poder y el respeto por los derechos humanos.

Vigentes esas reglas, para que el funcionamiento de la democracia sea perfecto, las decisiones del gobierno deben responder a las aspiraciones de la mayoría de la población. Ni más ni menos.

En democracia, los gobernantes elegidos disponen de una herramienta, el poder, que es propiedad de los ciudadanos. En vista de las dificultades logísticas para reunir, con el fin de que tomen decisiones, a los millones de ciudadanos que habitan la mayoría de los países, se fueron desarrollando las reglas listadas arriba para que por medio de las elecciones los ciudadanos pongan su herramienta, el poder, en manos de las personas elegidas. El político es subalterno de los dueños del poder (la ciudadanía) y debe hacer lo que la ciudadanía quiere.

¿Cómo sabe el empleado de la ciudadanía, el político elegido, lo que esta quiere? Por medio de las propuestas de campaña. Entonces, un primer requisito para que la democracia funcione es que los aspirantes al poder ejecutivo y legislativo centren las campañas de sus partidos en presentar y explicar profusamente sus propuestas de gobierno.

¿Cómo proceder cuando quienes votan escogen no otorgar mayoría a ningún partido en la Asamblea Legislativa? En este caso, sigue siendo obligatorio que el partido escogido para conducir el poder ejecutivo tome decisiones en relación con todos los asuntos de gestión, los que no requieren reformas legales (legislativas), de acuerdo con sus propuestas de campaña.

Por otra parte, en el poder legislativo, a la hora de proponer, argumentar y votar, los representantes de cada partido deben ser fieles a lo que sus partidos propusieron en la campaña. Cuando como resultado de los equilibrios de poder los contenidos por votar no reproduzcan al pie de la letra esas propuestas de campaña, deben optar por lo que se acerque más (o se aleje menos) de estas.

Lo que el pueblo quiere

Lo crítico entonces, para el buen funcionamiento de la democracia, es que la campaña se concentre en propuestas y que los elegidos utilicen esas propuestas como la única guía para la toma de decisiones.

Si las propuestas de los partidos y políticos escogidos no son convenientes para la prosperidad del país, podría afirmarse que ese país tiene políticos y votantes ignorantes, pero, por ese hecho, no sería posible cuestionar el funcionamiento de la democracia.

Puede ser que el político propusiera a los votantes medidas equivocadas y que los votantes le entregaran el poder debido a su propia ignorancia. Como resultado, el país no prosperará. Pero en términos de la supremacía del pueblo sobre las acciones del político no hay nada que objetar. La democracia funciona a la perfección, pues las personas en la que el pueblo confió el poder hacen lo que el pueblo quiere.

Esto, lo que el pueblo quiere y escogió al votar por un programa de gobierno, podría no ser lo que originalmente deseaba, sino que responda a los buenos argumentos del político durante la campaña. En este caso, si el político es conocedor de lo que más ayuda a la prosperidad material y social del país, en buena hora que haya logrado convencer al pueblo.

Pero mientras que lo propuesto en campaña se respete en el ejercicio del poder, ya sea que el político elegido actúe de acuerdo con lo que la mayoría originalmente deseaba o a lo que logró convencerla durante la campaña, o que lo propuesto en campaña sea positivo o negativo para la prosperidad del país, la calidad de la democracia sería óptima, pues en ese caso el pueblo manda.

En fin, una cosa es la calidad de la democracia y otra la prosperidad. Un partido puede haber explicitado sus propuestas en campaña, recibir apoyo en las urnas y en el poder guiarse al pie de la letra por esas propuestas, pero, aun en el marco de esa democracia perfecta, haga retroceder al país. Esto, porque para la prosperidad se requiere que las políticas de los partidos y los políticos elegidos sean los correctos.

El líder populista

Aquí yace el problema con el populismo, una escuela política donde prevalece una retórica antiestamentos de poder, tanto los formales dentro de la estructura constitucional como los fácticos, tales como la prensa o las organizaciones empresariales y sindicales.

Con esa retórica se atrae el interés de grandes sectores del electorado, los que no se consideran parte del establishment, porque dentro de ellos prevalece la idea (cierta en muchos casos) de que el sistema económico y social los ha dejado por fuera, al haber concentrado sus beneficios en las élites contra las que se dirigen los ataques del líder que practica el populismo.

El líder populista expone las supuestas causas de esa situación, denuncia los errores y los culpables y hace propuestas para superarla. Se trata de un ejercicio comunicacional intenso y una retórica coherente en sí misma, con una narrativa sustentada en secuencias de causa-efecto factibles, o sea, dotado de lógica interna y, por ello, convincente.

Pero lo que menos le interesa es nutrir con apego a la verdad y con rigor técnico sus premisas y diagnósticos, o la calidad y viabilidad de las propuestas. Esa indiferencia a los conocimientos, la constante fabricación de causas y la creación de realidades, validan y profundizan los resentimientos de su base de apoyo, lo que fortalece su escucha a la narrativa basada en citar e insinuar culpables.

En ese círculo, dotado de lógica interna, se enumeran errores y culpables y propuestas inútiles y antojadizas, dado que se parte de premisas falsas o técnicamente débiles. Pero para el político populista, esto no tiene trascendencia, pues el objetivo es… su popularidad. Esta refuerza su credibilidad ante esa mayoría molesta con el sistema, lo que le permite, en espiral, seguir construyendo narrativas internamente lógicas pero que parten de premisas falsas o sin sustento técnico.

Mucho analista estima que, ante la inevitable ausencia de resultados, este tipo de políticos pronto generan frustración y pierden apoyo. Nada más alejado de la verdad. El profesional en la invención de hechos, la elaboración de realidades imaginadas y la elocuencia con medias verdades está listo para la mentira que utilizará al cruzar el Rubicón: atribuir a otros, típicamente la prensa, el parlamento y los mandos medios (el deep state) la culpa de que nada cuaje.

Así logra desacreditarlos y, más importante para su estrategia, que algunos protagonistas dentro de esos sectores busquen su regazo para abrevar de su popularidad y no perder el apoyo de sus clientes (lectores, televidentes, radioescuchas, votantes, jefes, respectivamente). De ese modo los políticos populistas terminan contando con el favor de sectores que deberían enfrentarlos, lo que les permite eventualmente promover exitosamente acólitos para cargos en el poder judicial, la autoridad electoral y los otros órganos de control. La espiral se ensancha, todo en el marco de la institucionalidad democrática.

El poder es el objetivo

Dada la impopularidad de la mayoría de las medidas correctas para materializar la prosperidad, sobre todo en vista de las carencias y los desequilibrios en un país pobre o en desarrollo, la estrategia de gobierno del populista, la cual comienza y termina en lo comunicacional, está dominada por afirmaciones, dramas y distracciones enemigas de esa prosperidad.

Los anuncios y decisiones del populista tienden a estar sesgados contra la prosperidad, porque rara vez lo bueno para esta coincide con el objetivo del populista, la popularidad.

El populismo se origina, entonces, en la carencia ética más grave que puede padecer un político: convertir el poder en el objetivo del poder. El populista distorsiona las herramientas más importantes para que una democracia funcione —la información, la comunicación y la constante rendición de cuentas—, convirtiéndolas en la estrategia de gobierno.

Al populista no se le puede enfrentar ni ampliando ni debilitando la democracia. El funcionamiento de esta puede ser perfecto, en los términos descritos arriba, y ello más bien facilita el éxito del populista. Por ello, el político populista triunfa en sus aspiraciones, no a pesar de la calidad de la democracia, sino, precisamente, debido a ella.

Para algunos analistas, la solución está en mejorar la educación de los votantes. Esta propuesta es cajonera y, sí efectiva, a muy largo plazo, cuando los daños ya se han materializado. ¡Y la verdad es que Donald y Boris surgieron en países con excelentes sistemas educativos!

El arma más eficaz a corto plazo es que ante la primera mentira y la primera propuesta técnicamente equivocada o inviable, exhibir y así obstaculizar la consolidación del político populista. Pero a ella recurrimos, casi siempre, cuando la última vuelta de una espiral que es logarítmica ya es de gran diámetro.

Cierto, una institucionalidad fuerte puede mitigar los peores errores de un presidente populista, pero una institucionalidad constantemente desafiada y a la defensiva no podrá cumplir su función como herramienta para proteger, abrazar y dotar de fluidez y eficacia las agendas proactivas de la prosperidad.

ottonsolis@ice.co.cr

El autor es economista.