De la adolescencia a la madurez democrática

En política, el arte está en encontrar un equilibrio entre la sana renovación y la necesaria estabilidad

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Los concursos de belleza, por naturaleza, se sustentan en el cambio. Cada año se desata la búsqueda de la persona más hermosa del pueblo, de la provincia, del país y del planeta. Esto se debe no solo a que hay un jugoso negocio detrás de ese espectáculo anual, sino también porque la belleza (al menos, según los estándares comerciales y utilitarios) es efímera.

En los sistemas democráticos, por el contrario, los cambios recurrentes no son tan deseables. Una dosis de continuidad es necesaria, porque favorece la estabilidad, certeza, claridad y planificación a largo plazo.

Las reglas electorales son sacras y los plazos y los ritos suelen obedecer a motivos de eficiencia y funcionalidad.

Por ejemplo, en las democracias más sazonas del mundo, como las europeas, la norteamericana y la neozelandesa, el speaker of the house o presidente legislativo permanece en el cargo a lo largo de todo el período legislativo, el cual suele coincidir con la duración del mandato del gobierno (con excepción de los sistemas que tienen elecciones de medio período, cada dos años).

Se designa para el cargo a alguien del partido o de la coalición con más legisladores, pero no a cualquiera. Es una costumbre arraigada escoger a una persona experimentada en las lides políticas, ojalá que haya ocupado la curul ya por algún tiempo.

Claro está, en esas democracias existe la carrera parlamentaria, porque se valoran la acumulación de experiencia, la especialización de los legisladores en ciertas materias, el resguardo de la coherencia partidaria en el tiempo, la preservación de la memoria institucional y la política pública a largo plazo.

Asimismo, los miembros de las bancadas, normalmente, tienen claro lo que implica estar en la oposición o ser parte del partido o la coalición gobernante.

Jerarquías y experiencia

Otro factor que en las democracias maduras pesa a la hora de designar a quien ocupe la presidencia legislativa es que, según la constitución política, quien preside el Congreso es el funcionario de mayor jerarquía después del presidente y vicepresidentes del gobierno. Es decir, en el caso de que estos no puedan ejercer sus cargos, le corresponde hacerlo al jerarca legislativo. En algunos regímenes bicamerales, el líder de la cámara baja puede inclusive tener más peso que el del senado.

Ciertamente, es un honor ser designado cabeza del poder legislativo, por la dignidad y jerarquía intrínsecas y, sobre todo, si es en reconocimiento por su compromiso con la nación, su trayectoria y sus destrezas políticas.

Es también una gran responsabilidad por la relevancia del puesto para la gobernabilidad, la solidez democrática y la oportunidad de propiciar políticas estratégicas para el desarrollo nacional.

Salvo poquísimas excepciones, los liderazgos no surgen por generación espontánea. Tampoco abundan. Suelen fraguarse con la práctica, la experiencia, el aprendizaje y el desarrollo de determinadas destrezas, la visión sistémica, la amplia comprensión del contexto y el cultivo de redes, vínculos y alianzas, entre otros factores.

El capitán de un equipo de fútbol no es el jugador nuevo que acaba de integrarse al grupo, sino el más curtido deportiva, emocional y mentalmente; el que inspira respeto entre sus compañeros, que sabe actuar bajo presión y tiene buenas relaciones con los directivos, el entrenador y sus colegas jugadores.

Costo de oportunidad

Por otra parte, en las organizaciones eficaces y sólidas, los liderazgos suelen ser duraderos, porque el costo de oportunidad de los cambios frecuentes suele ser muy alto. El precio de la curva de aprendizaje, el proceso de familiarización y adaptación de todos los componentes organizacionales, la certeza del funcionamiento y la credibilidad que se proyecta son argumentos muy fuertes en contra de la volatilidad de los liderazgos.

Pensar que en todos los cuatrienios hay siempre por lo menos cuatro personas capaces de conducir óptimamente un parlamento es una ficción, una fantasía, una distracción que hemos ido perfeccionando para justificar el improductivo juego de roles mientras evadimos el trabajo de fondo que tanto le urge al país.

En política, el arte está en encontrar el balance entre la sana renovación y la necesaria estabilidad. Los cambios recurrentes interrumpen el flujo de planes y acciones, producen desperdicio de recurso humano e institucional, impredecibilidad del escenario político, dificultades para la negociación, estancamiento de las decisiones de política pública, cortoplacismo, confusión y hastío en el electorado, entre otras cosas.

Los sistemas políticos maduros requieren que los diversos actores tengan cierto grado de anticipación y claridad sobre el comportamiento de los demás. En un sistema volátil, los actores no saben qué esperar unos de otros, no tienen tiempo para adaptarse con eficiencia y las alianzas son coyunturales y fugaces como para generar acuerdos a largo plazo.

La mayoría de las democracias latinoamericanas, incluida la nuestra, están aún en la adolescencia política. Coqueteamos constantemente con la inestabilidad para satisfacer egos. Los procesos políticos criollos a veces me hacen pensar en las competencias infantiles diseñadas de modo que no haya perdedores, en que hasta el más rezagado y carente de habilidades gana una medalla para que su autoestima no se vea maltratada.

Pero entre adultos, esos juegos causan descrédito y desapego ciudadano; tal vez, aunque es solo una corazonada, explican en parte el aumento del porcentaje de los costarricenses que ven con buenos ojos un régimen autoritario.

En el fondo, tal vez esas personas están confundiendo autoritarismo con estabilidad, consistencia, certidumbre y solidez. Si así fuera, la solución es fácil: alarguemos el plazo de duración del Directorio político de la Asamblea Legislativa, de las jefaturas de fracción y de conformación de las comisiones legislativas. Inyectemos continuidad, funcionalidad y eficiencia a la Asamblea Legislativa.

Son muchos los beneficios y muy alto el costo para el progreso del país que estamos pagando por celebrar el campeonato anual de egos.

De acuerdo con el Latinobarómetro del 2023, Costa Rica ingresó a la lista de democracias con problemas. El apoyo al sistema democrático cayó en tres años del 67 al 56 %. Involucionamos. Pero estamos a tiempo de enderezar el rumbo acometiendo una reforma político-electoral que nos permita recuperar la estabilidad y la madurez democrática de la que solíamos preciarnos. Ideas y propuestas abundan. Tenemos el conocimiento y suficientes ejemplos internacionales de buenas prácticas democráticas. Solo hace falta que los liderazgos de verdad se manifiesten.

agl.cr.ca@gmail.com

La autora es administradora pública.