Cuando decir gracias resulta insuficiente

Todos estamos conectados en una sublime carrera de relevos para que el fuego del conocimiento no se apague nunca

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Enseñar es siempre, por definición, un acto de amor. Se enseña desde el amor y para el amor. Esa es quizás la más importante lección que habremos de aprender en la vida.

Sí, enseñar es un acto de amor. Tal vez el más grande que se pueda concebir. A Jesucristo sus discípulos lo llamaban Maestro. Y esa palabra, ese vocablo casi mágico, es para mí sagrado.

Educar es, como decía Yeats, encender un fuego, no llenar un cubo. El creador del género que hoy conocemos como ensayo, Montaigne, escribió: «El niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender».

Enseñar es despertar una curiosidad, un apetito insaciable de saber. El maestro es un atizador de ese fuego del que nos habla Montaigne. Luego, la educación se convierte en una antorcha, y así pasa de mano en mano de una generación a otra.

Hay quienes llevan su antorcha con más convicción, fervor y sentido del deber que otros, pero todos estamos conectados en esta sublime carrera de relevos para que el fuego del conocimiento no se apague nunca.

La educación es una de las armas más poderosas que tenemos para enfrentar «la noche oscura del alma», como llama san Juan de la Cruz a los episodios dolorosos de nuestras vidas, en su conmovedor Cántico espiritual. El conocimiento es siempre luz.

Infancia del autor. Yo tuve el privilegio de ser educado por grandes maestros. Los de antaño, los que hacían de la educación un apostolado, los verdaderos escultores de la actual Costa Rica, esos nunca celebrados, pero cuyas voces, tizas y pizarras moldearon a muchas generaciones de costarricenses.

Fui educado en la Escuela República Argentina, en Heredia, lugar que llevo estampado en mi corazón y que he visitado en muchas oportunidades. En algunas ocasiones tan solo para volver a sentir la fragancia de los viejos recuerdos, y en otras, tan solo porque es un placer regresar a esa casa que me dio tanto, y sin la cual la aventura de mi vida habría sido imposible.

Como lo menciono en uno de mis textos del libro Con velas, timón y brújula, «ahí, en esas aulas, inclinado sobre un pupitre de madera, un niño tímido y aplicado, de dientes saltones y grandes orejas, escribe lentamente: Mi nombre es Óscar Arias Sánchez. Vivo en San Francisco de Heredia. Estudio en la Escuela República Argentina. Mi maestra es la Niña Olga Camacho de Brenes».

Fue en los anchos corredores de esa escuela, bajo la mirada atenta de la niña Olga, que transcurrió mi estudiosa infancia. Mi infancia son recuerdos de esos corredores de mi escuela, en donde la niña Olga revisaba mis cuadernos.

Mi infancia son las clases en donde flotaba su voz dulce, y en donde por primera vez se me ocurrió decir que algún día me gustaría llegar a ser presidente de la República.

Tuve la mejor educadora del mundo y espero que mi vida sea un tácito homenaje a su generosa gestión magisterial. La niña Olga fue una mujer ejemplar, entregada por completo a la educación de sus «niños», como solía decirnos.

Una maestra dedicada al grabado, coloreado y escultura de las almas. Nos formó con la misma devoción con que un artista deja su vida entera en la obra que lo va a sobrevivir. Sí, ella fue una formadora de almas en el más amplio sentido de la palabra.

Enseñanza para hacer el bien. A ella, al igual que a mis adorados e inolvidables padres, les debo la construcción del esqueleto espiritual, intelectual y moral que hay en mí. Ellos me enseñaron a nunca utilizar el poder para hacer daño y, menos aún, para ensuciar honras ajenas. Me enseñaron a hacer siempre el bien y a luchar sin descanso contra el mal.

Mi gratitud para ellos es eterna, pero ¿con qué palabras se agradece a quien abrió las ventanas de la vida? ¿Cómo puedo ahora, mucho tiempo después, expresarle a mi maestra lo que siento por lo que me enseñó? ¿Y a mis padres agradecerles los valores que me inculcaron? Ellos me entregaron las herramientas para comprender el mundo.

Creo que la mejor manera de honrarlos y darles las gracias es procurando seguir siendo un hombre de bien. Procurando seguir siendo generoso, solidario y honesto. Demostrarles a ellos —que con seguridad aún me atisban desde alguna rendijita del cielo— que sus enseñanzas no fueron en vano.

Que fui buena arcilla en sus manos de alfareros. Que me moldearon bien. Que he pasado por el mundo tratando de reproducir las sabias enseñanzas que ellos me transmitieron. Y eso no es cosa fácil: la niña Olga y mis padres me dejaron el listón muy alto, pero eso es lo propio de los grandes maestros.

Hoy, cuando decir gracias resulta insuficiente, debo seguir honrándolos con mi obra, con mi misión en la vida, con esta cruzada que me ha llevado por el mundo entero, pero que nació en el cuenco cálido y generoso de sus manos que lo dieron todo.

Esas manos que me dieron las alas del conocimiento y de la rectitud para que pudiera emprender el vuelo y alcanzar mis sueños.

El autor es expresidente de la República.